La ciudad valletana del Chubut tiene sus buenos y merecidos
pergaminos en la inquietante y dolorosa pelea contra el autoritarismo
sanguinario. Antes y después, es decir que antes de saber que el poder de los
ridículos uniformados con galones de inentendible orgullo y soberbia
anticiparan que eran capaces de todo y ya durante el Terrorismo de Estado tanto
de facto improvisado como luego sistemático, se escribieron aquí algunas de las
mejores páginas de la historia contestaría a los regímenes militares
argentinos.
Durante toda la semana, Trelew vivió la conmemoración de la
masacre que lo madrugó el 22 de agosto de 1972. Es una masacre que los contiene
(a todo el pueblo, viejas y nuevas generaciones de trelewenses) en el mismo
nombre de los hechos: la Masacre de Trelew, sin ser redundantes.
Porque Trelew es el protagonista de esta historia que no
aceptó sumiso ni autista ni con temor lo que le fue sucediendo. O quizás con
temor, sí; pero no fue paralizante, fue indignante y eso se sabe, se conoce,
por la cantidad de documentos fotográficos, escritos en la prensa y claro que
también por lo pétreo de su memoria oral y colectiva de lo que pasó antes,
durante y después de los fusilamientos. Las recapitulaciones son asombrosamente
coincidentes. Sólo resta con ir a las audiencias por el juicio contra los
autores y encubridores que actualmente se lleva adelante para escuchar a los
testigos locales de la barbarie del 72.
Antes fueron los vecinos solidarios que recibían a los
familiares de los presos políticos confinados en la U6 de Rawson y los abogados
defensores de los Tosco, Santucho y todos los demás. Luego fue la Asamblea del
pueblo, la pulseada por los vecinos trasladados a Devoto y las manifestaciones
públicas en el Teatro Español. Fue Trelew.
Ahora, aunque en la ciudad esas librerías de anequeles
pretenciosamente cultos desconozcan La
patria fusilada de Paco Urondo y La
pasión según Trelew de Tomás Eloy Martínez, en los colegios se cuenta la
historia sin los lavados eufemismos, y los chicos no andan con vueltas:
escenografías que por ejemplo tienen un manto negro de fondo, con siluetas de
los 19 fusilados la madrugada del 22 de agosto. De todas las siluetas sólo una
era diferente: la de Ana María Villareal de Santucho quien al momento de producirse
la masacre estaba embarazada de ocho meses. Esclarecedora distinción, porque
los acribillados fueron entonces 20, de los cuales sólo tres lograron
sobrevivir.
La memoria supera los caprichos mercantiles, y aunque un
afeitado y engominado hombre, de prolijidad de camisa con corbata roja
repregunte bien cómo se escribe el nombre de la obra y si Urondo va o no va con
hache muda, la ciudad vive sus pergaminos con orgullo, que es muy diferente a
la soberbia de esos dudosos galones de hombres sanguinariamente ridículos.
Es Trelew, cuarenta años después.