El portazo que dio Alejandra sonó definitivo. Las
ventanas del frente de la casa vibraron y desprendieron parte del hielo que se
había formado en el exterior de una noche de otoño en la Patagonia.
Darío yacía en el sofá, recostado con el torso desnudo y
un jean gastado, el brazo izquierdo estaba tendido hacia un costado. Darío
estaba devastado, incluso más que Alejandra.
Cuando ella se retiró por la puerta del patio interior y
bajó la escalera, se encerró un segundo en el auto. Todavía no sabía bien cuál
era su plan (tal vez ni siquiera lo tenía).
Sin pensar, encendió su auto que carraspeó antes de
ponerse en marcha. La noche estaba despejada pero gélida, luminosa y con una
aureola en los postes de luz de las cuadras de la ciudad. Presentía que por fin
tenía que irse lejos; lejos y para siempre.
Tomó la ruta 3 hacia el sur; por el rumbo que más
conocía. Sin remordimiento pensó que Darío podía ir a buscarla y se
autoconvenció: “Qué importa, de cualquier manera da igual”.
Los primeros cien kilómetros la acompañó un amanecer
tardío, pero ella sólo iba con la mirada fija en el horizonte, en la ruta de
dos carriles que le parecía interminable. Ni siquiera advirtió la luz
anaranjada de emergencia del tanque de nafta.
A los 40 kilómetros después de la estación de servicio,
en medio de una estepa amarilla de matas bajas, el auto se detuvo.
Intento llamar a un auxilio; pero el teléfono de
emergencias de la ruta no funcionaba. “Quién
sabe desde cuándo”, pensó Alejandra. Ni siquiera tuvo ánimo de insultar a
la vida, ni al país ni a nada que se le interpusiera en su propósito.
Ya no hacía tanto frío, y el sol iluminaba una mañana
apacible. Ni siquiera en ese momento Alejandra tuvo el desdén de mirar atrás.
Tomó su cartera y continuó, caminando por el mismo rumbo que había comenzado.
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