En realidad fue el domingo a la tardecita[1],
que mirando por la única ventana que da al este me di por enterado que fue como
de golpe que se desnudaron las copas superiores de los álamos más altos y
viejos, mientras los otros se van tiñendo de un verdecito[2],
muriéndose en la época donde de alguna manera todo se muere un poco.
Al parecer esto es así de franco. El otoño mata primero el
verano y después el jolgorio. El invierno es muerte despiadada, angustiante.
Pero es por eso que viene la primavera que hace nacer matando; matando ese
invierno crudo. Y luego, el verano, que también se nos empieza a morir.
Ahora fue la melancolía del otoño arremolinada con el viento
que por algún capricho recién llegó en la madrugada del lunes, un poco
retrasado por el verano tardío al que tuvo emborrachado y a maltraer.
Y con el otoño no sólo llegó el viento; sino que también nos
trajo ese aire frío, penetrante.
En conclusión: nos costó advertir el otoño este fin de
semana. Es que si bien se acortaron los
días[3]
se cortaron más bien por la mañana y por eso mismo nos enteramos del todo el
lunes, cuando algunos se desperezaron anudados en el ombligo, refunfuñando con
la baldosa fría y deprimiéndose con la luz blanca del botiquín de cualquier
baño.
Y así como los álamos, como los burletes y el rastrillo del
placero se enteraron del otoño unos días previos, fue este lunes de frotarse
manos que nos caímos final y recurrentemente en el otoño.
[1] Término
no del todo académico que refiere a esa franja horaria que va desde el
principio del ocaso hasta la noche. Acepción: nochecita.
[2]
Verde desaturado, que de a poquito se nos va amarilleando.
[3]
Expresión popular (?) que destaca esa vocación del sol por irse de hemisferio
un rato antes de untar la manteca en la tostada.
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