Y no era que
pasabas a cuarto y nada más. Aparte del cambio de turno, de la cálida escuela
de la tarde a la insufrible escuela de la mañana, el grado escolar de los nueve
años venía con el litúrgico Chupat Chubut.
Algunos lo
llevaban bajo el brazo, como mintiendo que lo leían en cada obligada pausa. Por
ejemplo cuando uno formaba la fila en el momento de izar la bandera, antes de
ir a las aulas. Otros lo forraban con papel araña azul y lo etiquetaban
solemnemente, por ejemplo:
Fabián Martínez
4to grado
4to grado
Ni hablar de
esos que también aclaraban el nombre de su buena maestra, que para algunos era
como la segunda mamá, y que nos llenaba de Tarea el pizarrón quince minutos antes de
terminar la clase.
Fue en cuarto
grado que el Chupat Chubut se nos
hizo un sacramento de nuestra irrenunciable escuela pública. Era como la ostia,
pero más divertido y de mucho mejor sabor.
Con el Chupat aprendimos cosas vitales. De
inmediato sabías que el puntito del centro de la provincia era el departamento
de Paso de indios, y eso disparaba la indomable imaginación que los nenes bien
acostumbran a esa edad: eran, invariablemente, unos indios sin caciques, con
enormes y llenas de polvo pieles de guanaco, y algunos de león patagónico,
caminando en familias y con algún que otro desgraciado perro.
Con el Chupat aprendimos a escribir el río
Chubut y el río Senguer de forma avivorada, respetando su caprichoso curso
zigzagueante. Fue un despropósito político que a los diez, cuando uno pasaba a
quinto, le olvidaron el Chupat Chubut
y nos cambiaron los hábitos para meternos los días de la raza, los problemas de
hidatidosis, las divisiones de dos cifras, las unimembres y los bimembres, las
fotosíntesis y las síntesis a secas. El delito fue envejecer y el castigo fue
quitarnos el libro de la provincia del Chubut, con su historia, su geografía y
sus leyendas.
Fue otro
despropósito aun peor cuando de por sí lo quitaron hasta de cuarto grado,
excusándose en desactualizados como si el paso de los indios ahora fuera en
camioneta y con teléfonos celulares.
Dicen que por
ahí, en algunas buenas bibliotecas de pueblo se lo encuentra de maneras
diversas: con papel araña ya no sólo azul, sino también verde y algún que otro
raro en amarillo, con hojas dobladas, livianamente subrayados con lápiz, con
dibujos de vergas y hasta con un chicle pegado. Hay de todo.
Será cuestión
de que cada cual busque el suyo; porque hoy contra los santillanas y los
kapelusz, releerlo será un dulce acto de revolucionaria melancolía.
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