¿Quién podría haberme anticipado que si
cedía dos taxis el tercero iba a venir con una historia?
Primero una chica taciturna, ensimismada que, tras el raudo taxi que se
estacionó de golpe en la parada, se me adelantó y tomó el coche que me
correspondía. Y como de chico me enseñaron que en esos casos es preferible no
cruzarse con quien tiene mala cara, dejé que se apropie de mi turno. En cambio,
el segundo caso resultó una causa social: una madre desdentada, con dos
criaturas y que arrastraba dos bolsas de nylon muy infladas de ropas y mantas,
quien gustosamente aceptó el auto que le indiqué cabeceando, sin mucha
gentileza reconozco.
La tercera taxista era una mujer, que ni
bien empezó a distinguirse detrás del parabrisas mientras se acercaba y se corría el reflejo del sol ya me
daba buena espina: parecía una mujer alta, y ya en el auto descubrí su tez
morena, ojos profundos y un pelo negro absoluto, lacio, sin atar y largo hasta
por debajo de los hombros, cubriendo la parte superior de los dos brazos.
No me había acomodado que amagó a acelerar pero
frenó inmediatamente para darle paso a otro taxista: “Los hombres primero”,
dijo con una sonrisa y un tono de voz que resumía quizás todo lo que tendría
que tener una persona buena.
Fue ese día y en esas circunstancias que
conocí a la mujer boliviana que se enamoró del mar. Una síntesis perfecta, hecha en carne de la historia de Bolivia. Una mujer
taxista, enamorada del mar en una ciudad extraña de la Patagonia Argentina. Una
mujer que, además, como si fuera poco, chorreaba de buena.
Sólo habrán sido treinta cuadras, quizás
menos. Pero en ese tramo bastó para conocer la punta del iceberg que debe ser
la señora: llegó a Madryn en el 86, nacida de una zona campesina a una hora de la ciudad de
Cochabamba en el país altiplano. “Me trajo mi tío a los 18 años y vivíamos en un
asentamiento detrás de la terminal. Cuando ví el mar me enamoré del lugar”, me cuenta. Su primer trabajo fue en una planta de
procesamiento de pescado (era filetera): “En Argentina se puede ahorrar para
estar un poquito mejor. En Bolivia también, pero menos”, me cuenta sobre su
fortuna de vivir en este país. “Los argentinos me enseñaron. Los modos me
enseñaron; porque yo venía del campo y no sabía cómo dirigirme a la gente. Me
enseñaron que cuando usaba el “el” tenía que decir “ella” y modos así, para
poder hablar”, recuerda la mujer.
“Hay gente buena. También hay gente mala.
Yo me hice amigos y amigas argentinos que nos juntamos siempre”. La mujer
boliviana enamorada del mar tiene su familia acá: un esposo también boliviano y
que también es taxista, y dos hijas que bailan caporales. “Yo también bailo,
pero un folclore más de la zona del valle de Bolivia”.
La mujer desde que llegó sólo volvió dos
veces a su país. En el 2005, nueve años después de venirse a la Argentina, y
luego en el 2005 cuando se murió su padre. “Ahora queremos en el 2013 o 2014 ir
de nuevo, y quedarnos un poco más de tiempo”, anhela la boliviana. También me
contó que dentro de poco se va a Ushuaia a un casamiento: “No, bueno sí, es
como pasear, pero ojalá. En realidad vamos al casamiento de una sobrina”.
Le conté que en Ushuaia también se ve el
mar. “¿Cierto? ¿Es igual que acá?”. “No tanto, tiene más olas, es más azul, y
bastante más frío”. “Yo me enamoré del mar. No pensé que era así. Allá no
tenemos mar, bueno el Titicaca es como el mar. Pero no lo conozco. Nunca dejo
de míralo: Yo me enamoré del mar y por eso me quedé”.
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