
De tanto huir
hacia adelante, me desperté en un desierto saturado, los médanos reacomodándose
y, equidistantes de mí, decenas de oasis inalcanzables: pretendo moverme y mis
pies –enterrados—no responden.
No es un sueño,
ni una alegoría. Es un estado mental producto de sólo dos o tres tristezas mal
curadas que hoy, se proponen estallar simultáneamente. Me refriego los ojos;
pero la nube de luz no calma. Es una luz interior que encandila. Por fuera,
todo parece estar igual. Había alguien maligno también, o quizás simplemente
era yo mismo, que me decía “no hay salida”. Y fue casi seguido que entendí que
el desierto era la verdadera salida, y de una vez los pies se echaron a
andar.
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