Seguramente mi
abuela materna habría tenido esta misma hipótesis: lo más difícil de ocultar y
sanar son las tristezas mal curadas.
Pésima medicina
esa de creer que con una poción de esto y aquello puede sanar ese remordimiento
compasivo –a veces maliciosamente autocompaisvo—de que todo huele a fruta
disecada. Pues es lo inerte que nos desahucia y nos deja apesadumbrados porque
a pesar de que el cuerpo se mueva presuroso y hacia muchos lados fue la vida
cuando se nos quedó en esa misma baldosa, esperando quizás que nos vuelvan a
buscar.
Ningún catarro
podrá disimular ese cuerpo de aspecto carbonizado que aunque le pongan tres o
cuatro accesorios suntuosos para disimular sigue siendo preso de un mal de amores, de
traiciones, de rencores o de algún olvido.
Pretencioso de
hallar la cura, di con un brujo involuntario que a quien bien se lo sabe pedir,
entregó el secreto del remedio indicado: la única forma de sanar una tristeza
mal curada es atrapando una mariposa blanca revoloteando en el aire. Fue el
delicado remedio que este brujo, sabedor de su contrapartida, sólo confiesa a
quien sabe que tiene ojos para mirar lo que de verdad importa. Mientras tanto
él, a forma de chivo expiatorio, va cargando con todas las tristezas de quienes
se pudieron curar.
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