Con la vista hacia el horizonte, pero sin mirar, sin prestar
atención por dónde se ocultaba el sol, Juan permaneció sentado en una silla
clueca y en silencio. Habían pasado algunas pocas horas desde que arrojó el
puñado de tierra negra contra la tapa del cajón, giró sobre su propio eje y se
marchó del cortejo sin esperar a nadie ni explicar los motivos obvios.
No había en su semblante ninguna demostración de tristeza
pero si un ánimo de parquedad, una moderación extrema en el contacto con la
gente, basando sus conversaciones en monosílabos, y preguntando y respondiendo
sólo si le hacía alguna extrema falta.
Juan fue el hijo, sobrino, primo, nieto y bisnieto de una
extensa familia compuesta durante dos décadas por 56 parientes nucleares,
incluida dos criadas y la fiel Adela, una anciana que se instaló en la modesta
cabaña rural con un valijón de cuero y una estatuilla de la virgen luego de
ser abandonada por su cuarto esposo.
Salvo los primeros tres entierros en los cuales aun era muy
chico –el de su bisabuela materna, su abuelo paterno y su tío Enrique que murió
de tristeza y paperas--, Juan fue el encargado de enterrar a los 52 parientes
que ya existían cuando él nació en el moderado invierno del 59. Por eso, alguna
vez ya se había hecho esa pregunta, cuando tendría alrededor de veinticinco
años.
Naturalmente. Me
correspondía a mí hacer cumplir el derecho familiar de terminar todos en esta tierra. Estanislao creo que no se lo había preguntado
jamás, ni siquiera cuando un instante antes de expirar tomó con fuerza mi mano
y no la de Eugenia, y quiso balbucear algo que quedó atrapado entre la saliva
mocosa y la falta de oxígeno.
Estanislao era el cincuenta y cuatro de los cincuenta y seis
que vivieron esas dos décadas sin mayores novedades. Mientras que Juan el
cincuenta y seis de cincuenta y seis, fue el último de las generaciones
contiguas. Sin embargo creció sin siquiera suponer el destino que tenía
reservado. El primer entierro, donde al tío Octavio tuvo que cumplirle con su
última voluntad de una buena farra alrededor del féretro, pasó inadvertido para
Juan que de ahí en más, tácitamente, sería el encargado de los funerales cuando
recién corría el año 73 y tenía catorce años prematuramente maduros.
Con Estanislao habían cultivado una amistad parental llena
de complicidades. Profesaban el mismo humor escueto, un humor que
definitivamente Juan perdió con la muerte de él.
Sólo su nieto mayor, Alejandro de trece años, lo intuyó en
las últimas horas: su abuelo se sentía como muerto desde que desprendió el
terrón y concentró por un instante la mirada en la nueva generación de
parientes, los granos duros de polen que tendrían que repetir la historia de
tragedias e indisimuladas victorias. Alejandro comprendió, con una perspicacia heredada
de su propio abuelo, que Juan ya había cumplido con el propósito manifiesto de su
familia y esperaba que ahora alguno lo hiciera por él: descansar para siempre,
a pesar de todos los prestigios vencidos, en la tierra que por más de un siglo
y medio consideraban como propia.
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