El área que comprende Península Valdés y su litoral adyacente
es internacionalmente conocida como una reserva natural intensa, en donde la
fauna marina y terrestre congenian en un paisaje estepario y de un océano
Atlántico con predominios de azules cobaltos y también celestes y turquesas. Ya
sea por la experiencia de ver la ballena franca austral, las orcas o el
avistaje de aves y también otros mamíferos marinos, miles de turistas de todo
el mundo se registran en el puesto “El desempeño”, en el ingreso a la parte más
escuálida del istmo que conduce al área resguardada.
Pero sin tantas distinciones internacionales, y ocultos tras
los alambrados de la propiedad privada, el mismo continente de Valdés distingue
al menos tres áreas de tonalidades más bien blancas y rosadas, terrenos que en
apariencia no tendrían tanto que ver con la generación y resguardo de la vida.
O tal vez sí, quién lo sabe.
Los salitrales de la península son formaciones por debajo
del nivel del mar; que refractan la luz solar y se distinguen sus resplandores
desde las ripiosas rutas 2 y 3 que pasan distante a cuatro o cinco kilómetros
de los bajos de salitre.
Una vez en el piso duro de la sal compacta (parecido a una
sola placa petrificada) las sensaciones primarias son de agravio, de ignorancia,
de estar en otro mundo. A pesar de estar rodeados por alambres, las salinas se
pueden alcanzar caminando, a fin de cuentas el mejor sistema de transporte que
posee el hombre y el cual le ha ayudado a cruzar las montañas más altas o los
desiertos más extensos. Por acá tiene que ser igual. Pero claro, también hay
que sortear en este caso a los guías de turismo prohibitivos e ingresar
sigilosamente (el sólo espantar las ovejas de un lote a otro, o de una ladera a
un llano puede alertar a los peones o ganaderos –no hay que perder de vista que
se está en una “propiedad privada”).
Paralelo a las huellas del interior de las estancias, pero
alejados unos cuantos metros, y sorteando algunas elevaciones menores pero más
o menos empinadas, se desciende a Salina Grande, un salitral de casi 40
kilómetros cuadrados y nada menos que a 42 metros bajo el nivel del mar. En el
trayecto matuastos y piches cruzan raudos por entre las matas; matas que al
acercarse al salitral empiezan a perder altura y exuberancia, hasta casi
desaparecer por completo salvo en una suerte de islotes a lo largo de la franja
circular que da inicio a la laguna de sal. Los tallos son rígidos, también
salpicados de sal.
La denominada Salina chica es más accesible: a unos 800
metros de la ruta, sin tranqueras ni alambrados y sin cerros que se interpongan
entre el camino y el desierto salino. Junto al propio salitral se anticipa una
enorme laguna de fondo arcilloso. Las huellas de vehículos se distinguen
cruzadas, con algunas contramarchas, encajadas y patinadas. Nada, ni las
huellas mismas ni otros vestigios permiten suponer cada cuánto son visitadas,
ni por quienes.
Más fantasmagórico resultan las bolsas de cemento abandonadas
en la salina mayor, abiertas la envoltura de papel por la furia del viento y
concretizadas por el agua de las esporádicas lluvias del lugar. Se suma al
paisaje marciano, un colectivo abandonado, con colchones de goma espuma
desgajados, latas de petróleo y chatarra dispersa al costado de una vieja
salmuera que servía para obtener la preciada sal. Nada, se insiste, permite
interpretar una fecha de lo que podemos entender como “presencia humana”.
Desde 1898 hasta 1916, la sal que se consumía en los restoranes
de la zona norte de la provincia y también en los hogares provenía de la
península. Alrededor de 40 personas vivían del mineral y se había extendido una
línea férrea de trocha angosta de 34 kilómetros que unía Salina Grande y Puerto
Pirámides, desde donde finalmente se embarcaba la carga para llevarla a la
ciudad principal de la región (Puerto Madryn).
La explotación comercial de la sal determinó el asentamiento
poblacional: Pirámides es la localidad costera de la península: vive ahora del
turismo, fundamentalmente de los meses que la ballena franca austral se aparea
y tiene sus crías en el golfo Nuevo y golfo San José que encajan por el sur y
por el norte a la península. La villa también vive de la playa durante la
temporada de verano. En la calle principal del pueblo se puede ver algunos de
los carros ferroviarios que traían la sal, montados en un tramo de vía y
oxidados por el tiempo pero también por el persistente salitre.
A medida que se camina para llegar a los salitrales, las
zapatillas se van tiñendo de blanco y la goma se seca con una costra salina que
parece quebrarlas. Las matas ralas se cubren también de sal desde la mitad
hacia el final de su tallo, y el sabor propio de este mineral empieza a
sentirse en la lengua y por sugestión lagrimean los ojos. A gran altura, un
chimango planea en espiral en busca de su alimento: estamos en el centro de la
laguna de sal y aunque el silencio es casi absoluto, el sol refractado se asemeja
a un cielo estrellado pero a plena luz del día, y escuchando por sobre todas
las cosas las pulsaciones del corazón, el vuelo del ave desecha la
hipótesis del comienzo: en los salitrales de la península también se encuentra
y resguarda la vida.
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