Parece ser
que la inventiva de nuestro tradicional “Cuento de la buena pipa” ha traspasado
fronteras (no sé si primero de estas hacia aquellas o de las más septentrionales
a las más australes) con el mismo cometido de agotar la paciencia. Es así que
mientras en mi pueblo lo conocimos como “Cuento de la buena pipa” en Macondo lo
llamaran “Cuento del gallo capón”.
No voy a ser
yo quien cuente a propios y extraños la lógica de esos cuentos infinitos que en
esencia –como también ocurre con la música del “Felíz cumpleaños” y del “payaso
plin plin”—son un mismo cuento. Eso se lo vamos a dejar luego a Gabriel García
Márquez.
Pero en lo
que sí me voy a detener es en eso de recurrir a cuentos inagotables. En Cien años de soledad acudieron al “Cuento
del gallo capón” como método para vencer a la enfermedad del insomnio, luego de
que los Buendía empezaron a temer a la otra enfermedad que traía aparejada: la
pérdida de la memoria.
En el
residencial Los Lagos, hace muchos años cuando no era más que un hotel
familiar, de viajantes consuetudinarios y almuerzo y cenas compartidas entre
tíos, primos y huéspedes alrededor de una cacerola central en la que se
convidaba mucho más que un cucharón de puchero, había una mujer paisana que por
las mañanas era la encargada de limpiar sábanas, inodoros y el mobiliario de
las veinte habitaciones que tenía el residencial (incluyendo la habitación 104
que era la pieza donde dormía mi abuela junto a sus michos).
Para mí la Ignacia
no era por ese entonces más que una silueta traslúcida por delante de los
ventanales de alguna de las habitaciones del ala que daba hacia el oeste. La
paisana remontaba con un zarandeo las sabanas y otros productos de blanco que
volaban y planeaban pasiblemente hasta dar geométricamente en los rectángulos
del catre. Tan intensa y entrenada era esa danza de la Ignacia que en una sola
de esas volteretas que daba el paño de algodón almidonado se desprendía de
ácaros y otros viejos polvos. Era un arte.
Pero ese
arte no era susceptible de muchas interrupciones ni bromas. Cuando cualquiera
de los primos invadíamos la extensa galería de las veinte habitaciones, cuando
desde las 10 a las 13 era de su plena soberanía, la Ignacia recurría a la “Cuento
de la buena pipa”.
Y no había
caso: tan diestra era la paisana en la complejidad del asunto que por sostenido
litigio le presentáramos nos vencía por un delirio de agotamiento. De algún
modo le teníamos miedo.
La lógica
del cuento infinito, Gabo la narra así:
“Los que querían dormir,
no por cansancio sino por nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de
métodos agotadores. Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante
horas y horas los mismos chistes, a complicar hasta los límites de la
exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito en el que el
narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y
cuando contestaban que sí, el narrador decía que no había pedido que dijeran que
sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban
que no, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que no, sino que
si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban
callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran callados,
sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y nadie podía
irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que
si querían que les contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en
un círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras”. 1
Era la paisana
Ignacia algo así como un miembro más de la mitología del terror del hotel de la
abuela, una de las tres deidades que completaban la cocinera doña Petra, una
india mapuche que vivió más de 90 años sin esconderse de ningún invierno y de
ninguna helada, y La Serena, otra vieja clueca, de pantorrillas gordas y calzas
marrones con los puntos corridos, pollera negra, pelo cano y sin comentario de
ninguna índole.
En suma, lo
único cierto es que entre los métodos y el arte de la Ignacia, el secreto de la
paisana y la enfermedad del insomnio, al igual que esos cuentos de nunca
acabar, ahora empiezo a sospechar que en el fondo eran algo así como una misma cosa.
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1 García
Márquez, Gabriel, Cien años de soledad, Editorial Sudamericana, 1982, página 47
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