Sabemos de Facón Grande que el día que lo fusilaron tuvieron
que darle dos cargas consecutivas disparadas de cuatro fusiles; que los ocho
disparos ni siquiera lo voltearon hasta que no expiró, que se murió girando
sobre sí mismo, y que antes de la muerte a traición les aseguró a los milicos,
mirándolos a los ojos, que “así no se mataba un criollo”.
Sabemos que Facón Grande tenía ascendente por sobre la
peonada, que no era ni patrón ni líder, sino un hombre cierto, de hablar claro
para los paisanos y que no sabía de ideologías ni revoluciones, pero
intuitivamente sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal.
Sabemos que Facón Grande no era un asceta, pero tampoco era
un borracho; que no era violento pero que tampoco le quitaba el cuerpo a las
rencillas y le cantaba las cuarenta a sus compañeros o a sus patrones de acento
inglés.
Sabemos que le decían Facón Grande, que una larga daga con
funda de plata llevaba cruzado al cinto, por detrás de la cintura. Sabemos que
su alias generaba todo tipo de leyendas, pero que nunca despellejó a nadie.
Sabemos que el coronel Varela lo sentenció sin siquiera poder vocalizarlo, que
alzó cuatro dedos de su mano indicando a sus subalternos los cuatro balazos
contra un hombre indefenso y maniatado. Sabemos que Facón Grande no murió ni
arrodillado ni volteado, que a los criollos como Facón Grande ni siquiera se
los mata con cuatro balazos traicioneros.
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