Los que vinimos después, entre quienes no podemos inflar el pecho por los cojones de nuestros padres, nos resulta incómodo explicar el por qué nos gusta tanto hablar de la dictadura. Como si en verdad hiciera falta explicar esos porqué. Los que nacimos en el 84, en el 87, en el 91 o en el 2000, y los que nacerán en 2016 o en el 2022 si quieren, queremos y vamos a querer hablar de la dictadura.
A muchos de nosotros se nos plantea una pregunta visceral, una pregunta para hacerles a padres, abuelos, tíos o cualquier otro adulto que así como no fueron cojonudos tal vez sólo fueron temerosos, ignorantes o incluso pelotudos: ¿Qué hiciste en la dictadura?
Nosotros que somos subestimados cuando nos dicen los "Qué sabés si no habías nacido", "A vos te la contaron, yo la viví", esa pregunta nos salta a cada rato, con bronca, con irreverencia e insistimos: ¿Qué hiciste en la dictadura?
Es que nosotros somos en todo caso la post-dictadura y eso no es poco. Somos la asignatura de Historia con 10 de clases dedicadas al modelo agroexportador y una oración sobre el genocidio. Somos los que nos alegramos por cada nieto recuperado. Somos los precarizados laborales por empresas y grupos económicos que financiaron a Videla y compañía. Somos los que nos bancamos el maltrato policial, fuerza de resabio de la dictadura criminal, en un recital, en una cancha de fútbol o en una marcha. Somos todos esos a los que no nos escucharon, somos los que hoy crecimos, acertamos y erramos como cualquier otra generación; pero fundamentalmente nosotros somos los que incomodamos, porque nosotros podemos preguntarlo: ¿Qué hiciste en la dictadura?
Y la respuesta puede tener diferencias y matices: excluyendo a los genocidas y en el otro extremo a los desaparecidos, están los que decía más arriba: cagones, ignorantes, pelotudos y más: colaboracionistas, traidores, silenciosos cómplices, delatores, oportunistas, giles, indiferentes, exiliados y sobrevivientes. Todos ellos, que mucho no nos han escuchado, tendrán algo para contarnos y nosotros sí estamos dispuestos a escucharlos: ¿Qué hiciste en la dictadura?
domingo, 23 de marzo de 2014
domingo, 16 de marzo de 2014
Ciudad tilinga
La tilinguería se define por su propia práctica, y la
cuestión hoy aquí es saber si podemos encontrar la definición para etiquetarla a
una ciudad y no --como casi siempre-- a las personas. Lo cierto es que este
texto no pretende caer bien, pues sigue a ese gran propósito que es “escribir
para molestar”. No hay una definición absoluta de lo tilingo, pero bien podríamos resumirlo en aquella imposición basada
en nada, fijándose en lo inútil y en puras vanidades para hacerse “la fama de…”.
1 Frente a la plaza central de Puerto Madryn, centro cívico
de la ciudad del golfo, hay un locutorio con servicio de llamadas
internacionales. Diariamente decenas de peruanos y bolivianos alimentan a los
dueños del negocio con llamadas a Lima, Cochabamba y La Paz. En las paredes del
locutorio hay cinco relojes que indican las horas de París, Londres, Tokyo,
Sydney y Miami.
2 De diciembre a febrero, negros provenientes de Mali
pululan por la playa y por la rambla vendiendo relojes de imitación, plateados
y dorados, anillos, collares y pulseras en metales pulidos que se enredan en un
maletín tipo bancario. Apenas hablan castellano y trabajan todas las horas de
sol. Durante el crepúsculo se vuelven invisibles.
En el pasillo de ingreso al edificio de El Diario que se
jacta ser de la ciudad, una galería de fotos muestra a una veraniante acostada
boca abajo, brillante de aceite bronceador que contrasta con uno de estos
vendedores ambulantes de Mali, quien está parado sosteniendo su maletín abierto
y sus chucherías. El epígrafe de la foto es elocuente: “El verano ofrece los
paisajes más llamativos”. Más allá de las categorías de lo llamativo, cuando
termina febrero, hacia el final de la temporada estival, los negros ejercen (antes
de marcharse y cuando la ciudad se queda sin visitantes) su pleno derecho de
disfrutar la playa de arena: improvisando arcos con remeras y maletines, juegan
un picado once contra once, Vestidos contra Desnudos.
3 En barrio sur, entre los suntuosos chalets y la zona más
forestada del por sí escarpado paisaje madrynense, las verdulerías pasan a
llamarse “tienda de vegetales”, las veterinarias “tienda de mascotas” o
“clínica de animales” y los peluqueros se reciben de “estilistas” o “coiffeurs”.
4 Bolivia no tiene mar, pero acá a los bolivianos les sobra.
Atraídos por labores bien pagas pero esclavos de condiciones precarias de
contratación y estabilidad, cientos de inmigrantes bolivianos con ciudadanía
argentina legítima y legalmente adquirida trabajan en las empresas pesqueras de
Puerto Madryn. Antes de la medianoche los obreros esperan pacientes en llamado
para saber quienes sí y quienes no tienen trabajo al día siguiente en los
sectores de congelado, fileteros, estibadores y marineros de altura. Entre
publicidades comerciales, de inmobiliarias y cámaras empresarias y de
profesionales de la alta sociedad, los jornaleros de la actividad pesquera
esperan escuchar en la voz del locutor el destino de sus próximas 24 horas.
5 El mandatario de la ciudad salió hace un tiempo a gritar
la necesidad de lo que él llama “una reparación histórica” para su municipio.
Resulta que Puerto Madryn es solo una más de las localidades más habitadas de
la provincia del Chubut que hace años tienen mal liquidadas las regalías
petroleras. Puerto Madryn no tiene petróleo que sí tiene la región sur de la
provincia. Lo que sí tiene Puerto Madryn es una millonaria publicidad turística
sostenida por el gobierno provincial, que también le cubre un déficit también
millonario para que gocen de un catamarán turístico todo el año; y en la década
de 1970 el Estado argentino y grupos económicos privados acabaron con los
cursos rápidos de la cordillera para hacer una represa hidroeléctrica que
abasteciera de energía a Puerto Madryn. Desde la región del desastre ecológico
en pleno bosques cordilleranos hasta la ciudad del golfo hay cerca de 700
kilómetros.
6 Puerto Madryn vende humo disfrazado de Medio Ambiente. La
ciudad más importante del golfo usufructúa la fama que año tras año le da la
llegada de la ballena franca austral y las bondades ecológicas de Península
Valdés. Pero detrás de esa cortina, los deshechos que produce la actividad
pesquera se quedan sin procesar y pudriéndose en las plantas, los buques en alta
mar con la vista gorda y a veces comprada de los biólogos llevan adelante una
sistemática depredación de los recursos, y las denuncias de algunos valientes
marineros se esconden en las últimas páginas de los diarios, entre las
gacetillas que envía el gobierno provincial sobre los planes de asistencia. Por
si fuera poco, Aluar, la fábrica de aluminio más importante del país no sólo
fue la real excusa para terminar con los cauces rápidos de la cordillera, sino que actualmente desde sus chimeneas
emana veneno puro muy por encima de los índices tolerables. Cuando un ciudadano madrynense
utilizó la “banca del vecino” en el Concejo Deliberante local para denunciar el
caso, desde El Diario de la ciudad le mandaron a decir a su reportero: “Hacé
como que nunca existió”.
lunes, 10 de marzo de 2014
Locura
En una carretilla pone en bolsas todo lo que sabe, todo lo que cree y todas las opiniones. Encima de esos sacos mal cerrados pone el bártulo más
grande y más pesado, el que lleva todas sus fantasías y el resto de sus pensamientos. Levanta la carretilla y
la inclina desde atrás, picándola levemente sobre su rueda en la parte delantera, y así
se echa a andar. Sube cuestas empinadas, baja por estrechos tortuosos, hunde la
carretilla en charcos y pantanos infranqueables y se empapa de agua y barro
hasta las rodillas, se le hace una costra compacta y seca por el viento, que
además lo tambolea lateralmente. Algunas veces, cansado, apoya la carretilla
sobre sus patas traseras, reacomoda el equipaje y nota que algunas cosas fueron
cambiando, otras se fueron mezclando y algunas se transformaron e incluso
algunas que recordaba ahora se han caído. Aunque ninguno de los bultos se parece a lo que fueron
en el origen y el propósito se haya desnaturalizado, recupera el aliento y
sigue empujando. Al final --como todo-- se encuentra con la muerte, y sin darse cuenta en el expiro el
equipaje ya era todo una sola cosa. Ni siquiera tenía nombre.
lunes, 3 de marzo de 2014
Ensayo sobre el aburrimiento
La última vez que me aburrí tenía nueve años. Lo recuerdo
como una tarde fría de la Patagonia resguardado en el calor de una pieza en el
fondo de mi casa, un espacio al que mi mamá llamaba “pieza de los juguetes”. Ahí,
el sol de la siesta que se colaba por las persianas de madera dibujaba franjas
diagonales oscuras y claras sobre una biblioteca polvorienta, y supongo que
también las dibujaba sobre mí torso y cara mientras estaba sentado con la
mirada perdida. Algo de verdad había en eso de la “pieza de los juguetes”: en
ese reducto no sólo estaban mis soldaditos de plástico, jugadores de torta,
ladrillitos y los tomos de la Enciclopedia Hispánica, sino que también había
una escopeta de caza de mi papá con unos veinte cartuchos calibre 12 (recuerdo
que el arma estaba doblada por la ranura de descarga y en el suelo mientras que
los cartuchos estaban en la parte superior de la biblioteca). Chiches, armas y
libros en el mismo espacio lúdico donde pasaba las horas, creando mundos
ficticios pero la verdad nada demasiado fantasiosos. En suma, se podría decir que la elección entre
convertirme en asesino serial y periodista bien pudo ser por azar.
Si tuviera que trazar una línea temporal imaginaria de mi
vida elegiría ese instante como punto de partida. Ya para esos nueve años había
aprendido una gran lección: cuando la compañía ajena no te colma una buena
estrategia es empezar a buscar en el interior de uno mismo. Y en ese interior
había una inquietud que con los años fui puliendo: las ganas de saber. Saber
cosas, desorganizadas, politemáticas, “importantes”, universales y también de
las particulares. Saber de todo y la lectura era el pasaje a esos mundos.
Entonces cuando quité un tomo de los catorce que componía la
Enciclopedia Hispánica, las diagonales que colaban por las persianas se
quebraron y además de cambiar la luz y la sombra también yo cambié algunos hábitos.
Desde ese momento la lectura –algo que me generaba muchísima vergüenza—se hizo más
o menos una rutina y encontré los primeros e invalorables momentos con uno
mismo. Una suerte de hedonismo literario; algo muy difícil de explicar para quien no comparte la misma pasión.
Entre las tantas cosas que no comprendía en ese momento –la
mayoría lo sigue siendo en la actualidad-- fui aprendiendo algunas mentiras del
tipo “académicas”. “Política” es la ciencia que se encarga del estudio de la
cosa pública; “Economía” la ciencia que administra recursos de diversa índole,
ya sean naturales o financieros, etc.; “Argentina” un país rico en recursos
naturales, con los índices socio-económicos más elevados del continente y por
ello emparentado con Europa de donde recibió buena parte de su cultura y
población.
Así, bien confundido y engañado, tuve un gran anhelo: pensé que con el
saber se puede cambiar el mundo… desde Argentina. Estaba bastante jodido, pero
felizmente entretenido. Ya no sólo que era imposible no tener planes para cada
uno de los días sino que las 24 horas diarias por el resto de mi vida resultó muy poco tiempo.
Desde los nueve a doce años era un apóstol de la decencia:
“Había que ser bueno para ser respetable”. También a los doce precisamente, fue
el antecedente de la aparición en mi vida de la literatura de ficción. Primero
releí Mi planta de naranja lima
sentado en el suelo y apoyado en la puerta de la pieza, trabando con mi escuálido
cuerpo para que nadie apareciera de improviso y me delatara de manera tan
vergonzosa: con un tomo en mis manos y apoyado en el regazo ese librito de
hojas amarillas y levemente ásperas y porosas.
Luego, en el verano siguiente en Necochea empecé a leer Moby Dick y si no lo terminé fue por una
prima con la que nos enamoramos y con la cual una noche hicimos algo así como
el amor, a nuestra manera, bien calientes, en secreto pero bien ruidosos.
Después de eso, Moby Dick lo tuve que
retomar el verano siguiente. De alguna manera iba aprendiendo ciertas cosas,
más que nada del lívido y el erotismo. Ya había leído una novela regional –La profanación—e incluso una biografía
del creador del radicalismo que vio cómo los federales ahorcaban a su padre en
la plaza. Literatura, historia (sobre todo las guerras) y política eran los
temas que más me inquietaban.
Desde los doce a los quince profundicé mi concepto ideológico:
“Para ser bueno había que demostrar inocencia”. En ese fragmento, a los trece
me volví a enamorar pero ya había desaprovechado e hipotecado lo poco que sabía
de la relación con las chicas de mi edad: salvo un par de anécdotas también
bien calientes como con mi prima lejana, en el amor y en el sexo no tuve suerte
hasta los 17. Eso supongo que tuvo consecuencias en mi autoestima.
Ya para los quince algo se había cagado del todo: descubrí
que en las cosas de la vida hay enemigos, que había radicales y peronistas, y
que si los radicales y peronistas se unían era para joder a otro enemigo
también conformado por radicales y peronistas. A pesar de ello, seguía
inocente: pensaba que había que obrar bien, ofrecer la otra mejilla y
predicarlo. Los buenos tenían que vencer.
Los 16 y hasta poco antes de cumplir los 18, cuando
terminaba el colegio secundario, vivíamos en medio de un agudo momento
político: el país se iba al carajo con los radicales y con mis compañeros de
secundario nos animamos a hablar de política. Éramos en primera instancia
moralistas.
En esos años el alcohol me abrió una puerta: me empecé a
desinhibir. Con quince años me emborraché las primeras veces y entre los 16 y
17 ya lo hacía con alguna regularidad. Borracho era más gracioso, más
irresponsable y fundamentalmente más temerario (ni que hablar con las chicas).
Además, me ayudaba a forjar una suerte de personaje que iba puliendo con la
práctica. Borracho generaba adhesión, y predicaba muy buenos, carismáticos y
ocurrentes discursos. Precisamente, fui modelando un personaje que quien iba a
decir que con sus más y sus menos proyectaría casi hasta la actualidad.
Fue a los 17 cuando me fui a estudiar a Buenos Aires --y
como tanto me había costado-- me fui hecho todo un novio. Amor a distancia, un
célibe forzoso y lamentable. Pero si estaba alejado de mi novia, no lo quería
estar del todo de mis cosas y de mi pueblo: en una caja de un televisor de 29
pulgadas cargué todas las camisetas de Racing, los pocos libros que llevaba
leído, cuadernos con la historia de la Academia, mis primeros escritos y
diminutos objetos que me recordaban Sarmiento: un jugador de torta, cientos de
fotos y hasta un molusco petrificado que encontré en una excursión que hice por
los campos cercanos al pueblo. De los campos fértiles me iba al imperio del
asfalto y el concreto.
La mierda de querer predicar la moral se me habrá estirado
hasta los 21, y el pensamiento político seguía por ese rumbo. Desde ahí comencé
a pulir los pensamientos políticos: llevé el “decentismo” al extremo (participé
de la escuela política de la dirigente que profetizaba un “contrato moral”)
hasta que pegué mi primer afiche en una calle. El fin justificaba los medios,
aunque fuera en una contravención bastante menor.
En esos fragmentos me volqué de lleno al periodismo
autogestionado, a la fotografía y empecé a creer que Marx tenía plena razón en
resumir la historia como una lucha entre opresores y oprimidos.
Me definí en el transcurso de diez años de muchas maneras a
saber: progresista, centroizquierdista, socialista, zurdo, izquierdista, zurdo
nuevamente y probablemente tenga nuevas etiquetas en los próximos diez años. Ya
fuera por medio de la política –en mi casa tenía la propia escuela--, la
literatura y ya de grande por medio de la fotografía, pensaba sumar criterios y
esfuerzos para hacer un mundo mejor; misión que te puede tener entretenido para
siempre y en la cual 24 horas por día son definitivamente insuficientes.
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