La última vez que me aburrí tenía nueve años. Lo recuerdo
como una tarde fría de la Patagonia resguardado en el calor de una pieza en el
fondo de mi casa, un espacio al que mi mamá llamaba “pieza de los juguetes”. Ahí,
el sol de la siesta que se colaba por las persianas de madera dibujaba franjas
diagonales oscuras y claras sobre una biblioteca polvorienta, y supongo que
también las dibujaba sobre mí torso y cara mientras estaba sentado con la
mirada perdida. Algo de verdad había en eso de la “pieza de los juguetes”: en
ese reducto no sólo estaban mis soldaditos de plástico, jugadores de torta,
ladrillitos y los tomos de la Enciclopedia Hispánica, sino que también había
una escopeta de caza de mi papá con unos veinte cartuchos calibre 12 (recuerdo
que el arma estaba doblada por la ranura de descarga y en el suelo mientras que
los cartuchos estaban en la parte superior de la biblioteca). Chiches, armas y
libros en el mismo espacio lúdico donde pasaba las horas, creando mundos
ficticios pero la verdad nada demasiado fantasiosos. En suma, se podría decir que la elección entre
convertirme en asesino serial y periodista bien pudo ser por azar.
Si tuviera que trazar una línea temporal imaginaria de mi
vida elegiría ese instante como punto de partida. Ya para esos nueve años había
aprendido una gran lección: cuando la compañía ajena no te colma una buena
estrategia es empezar a buscar en el interior de uno mismo. Y en ese interior
había una inquietud que con los años fui puliendo: las ganas de saber. Saber
cosas, desorganizadas, politemáticas, “importantes”, universales y también de
las particulares. Saber de todo y la lectura era el pasaje a esos mundos.
Entonces cuando quité un tomo de los catorce que componía la
Enciclopedia Hispánica, las diagonales que colaban por las persianas se
quebraron y además de cambiar la luz y la sombra también yo cambié algunos hábitos.
Desde ese momento la lectura –algo que me generaba muchísima vergüenza—se hizo más
o menos una rutina y encontré los primeros e invalorables momentos con uno
mismo. Una suerte de hedonismo literario; algo muy difícil de explicar para quien no comparte la misma pasión.
Entre las tantas cosas que no comprendía en ese momento –la
mayoría lo sigue siendo en la actualidad-- fui aprendiendo algunas mentiras del
tipo “académicas”. “Política” es la ciencia que se encarga del estudio de la
cosa pública; “Economía” la ciencia que administra recursos de diversa índole,
ya sean naturales o financieros, etc.; “Argentina” un país rico en recursos
naturales, con los índices socio-económicos más elevados del continente y por
ello emparentado con Europa de donde recibió buena parte de su cultura y
población.
Así, bien confundido y engañado, tuve un gran anhelo: pensé que con el
saber se puede cambiar el mundo… desde Argentina. Estaba bastante jodido, pero
felizmente entretenido. Ya no sólo que era imposible no tener planes para cada
uno de los días sino que las 24 horas diarias por el resto de mi vida resultó muy poco tiempo.
Desde los nueve a doce años era un apóstol de la decencia:
“Había que ser bueno para ser respetable”. También a los doce precisamente, fue
el antecedente de la aparición en mi vida de la literatura de ficción. Primero
releí Mi planta de naranja lima
sentado en el suelo y apoyado en la puerta de la pieza, trabando con mi escuálido
cuerpo para que nadie apareciera de improviso y me delatara de manera tan
vergonzosa: con un tomo en mis manos y apoyado en el regazo ese librito de
hojas amarillas y levemente ásperas y porosas.
Luego, en el verano siguiente en Necochea empecé a leer Moby Dick y si no lo terminé fue por una
prima con la que nos enamoramos y con la cual una noche hicimos algo así como
el amor, a nuestra manera, bien calientes, en secreto pero bien ruidosos.
Después de eso, Moby Dick lo tuve que
retomar el verano siguiente. De alguna manera iba aprendiendo ciertas cosas,
más que nada del lívido y el erotismo. Ya había leído una novela regional –La profanación—e incluso una biografía
del creador del radicalismo que vio cómo los federales ahorcaban a su padre en
la plaza. Literatura, historia (sobre todo las guerras) y política eran los
temas que más me inquietaban.
Desde los doce a los quince profundicé mi concepto ideológico:
“Para ser bueno había que demostrar inocencia”. En ese fragmento, a los trece
me volví a enamorar pero ya había desaprovechado e hipotecado lo poco que sabía
de la relación con las chicas de mi edad: salvo un par de anécdotas también
bien calientes como con mi prima lejana, en el amor y en el sexo no tuve suerte
hasta los 17. Eso supongo que tuvo consecuencias en mi autoestima.
Ya para los quince algo se había cagado del todo: descubrí
que en las cosas de la vida hay enemigos, que había radicales y peronistas, y
que si los radicales y peronistas se unían era para joder a otro enemigo
también conformado por radicales y peronistas. A pesar de ello, seguía
inocente: pensaba que había que obrar bien, ofrecer la otra mejilla y
predicarlo. Los buenos tenían que vencer.
Los 16 y hasta poco antes de cumplir los 18, cuando
terminaba el colegio secundario, vivíamos en medio de un agudo momento
político: el país se iba al carajo con los radicales y con mis compañeros de
secundario nos animamos a hablar de política. Éramos en primera instancia
moralistas.
En esos años el alcohol me abrió una puerta: me empecé a
desinhibir. Con quince años me emborraché las primeras veces y entre los 16 y
17 ya lo hacía con alguna regularidad. Borracho era más gracioso, más
irresponsable y fundamentalmente más temerario (ni que hablar con las chicas).
Además, me ayudaba a forjar una suerte de personaje que iba puliendo con la
práctica. Borracho generaba adhesión, y predicaba muy buenos, carismáticos y
ocurrentes discursos. Precisamente, fui modelando un personaje que quien iba a
decir que con sus más y sus menos proyectaría casi hasta la actualidad.
Fue a los 17 cuando me fui a estudiar a Buenos Aires --y
como tanto me había costado-- me fui hecho todo un novio. Amor a distancia, un
célibe forzoso y lamentable. Pero si estaba alejado de mi novia, no lo quería
estar del todo de mis cosas y de mi pueblo: en una caja de un televisor de 29
pulgadas cargué todas las camisetas de Racing, los pocos libros que llevaba
leído, cuadernos con la historia de la Academia, mis primeros escritos y
diminutos objetos que me recordaban Sarmiento: un jugador de torta, cientos de
fotos y hasta un molusco petrificado que encontré en una excursión que hice por
los campos cercanos al pueblo. De los campos fértiles me iba al imperio del
asfalto y el concreto.
La mierda de querer predicar la moral se me habrá estirado
hasta los 21, y el pensamiento político seguía por ese rumbo. Desde ahí comencé
a pulir los pensamientos políticos: llevé el “decentismo” al extremo (participé
de la escuela política de la dirigente que profetizaba un “contrato moral”)
hasta que pegué mi primer afiche en una calle. El fin justificaba los medios,
aunque fuera en una contravención bastante menor.
En esos fragmentos me volqué de lleno al periodismo
autogestionado, a la fotografía y empecé a creer que Marx tenía plena razón en
resumir la historia como una lucha entre opresores y oprimidos.
Me definí en el transcurso de diez años de muchas maneras a
saber: progresista, centroizquierdista, socialista, zurdo, izquierdista, zurdo
nuevamente y probablemente tenga nuevas etiquetas en los próximos diez años. Ya
fuera por medio de la política –en mi casa tenía la propia escuela--, la
literatura y ya de grande por medio de la fotografía, pensaba sumar criterios y
esfuerzos para hacer un mundo mejor; misión que te puede tener entretenido para
siempre y en la cual 24 horas por día son definitivamente insuficientes.
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