
En la confitería del hotel busqué a mi papá, y cuando salimos no había reflejo, sólo un cielo celeste con almohadones de nubes bien dispersas. Sin embargo, por detrás de unos pinos que se divisaban hacia el oeste, el mapa empezaba a verse más claro y pequeño. Era como que la Tierra poseía luz propia, era capaz de reflejarse a sí misma en las capas atmosféricas.
Me impacientaba no poder mostrárselo a mi papá y hasta a mí mismo se me fugaba el reflejo que se perdía. La resolución tuvo un sueño (y no al revés): mi papá no pudo verlo, y al despertar comprendí que el reflejo no pudo ser nunca; que la Tierra carecía de luz propia y que por tanto sólo pudo ser una ilusión de sueño.
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