jueves, 20 de junio de 2013

Otoño y estepa

O hay una coherencia tonal, coherencia causal, morfológica o si se quiere una coherencia tautológica y hasta contradictoria. Es el comúnmente llamado "Tiempo y espacio", "aquí y ahora" o esta variable personal y austral: "Otoño y estepa". Una forma de escape a todos los agobios

domingo, 16 de junio de 2013

Ruta 3

El portazo que dio Alejandra sonó definitivo. Las ventanas del frente de la casa vibraron y desprendieron parte del hielo que se había formado en el exterior de una noche de otoño en la Patagonia.
Darío yacía en el sofá, recostado con el torso desnudo y un jean gastado, el brazo izquierdo estaba tendido hacia un costado. Darío estaba devastado, incluso más que Alejandra.
Cuando ella se retiró por la puerta del patio interior y bajó la escalera, se encerró un segundo en el auto. Todavía no sabía bien cuál era su plan (tal vez ni siquiera lo tenía).
Sin pensar, encendió su auto que carraspeó antes de ponerse en marcha. La noche estaba despejada pero gélida, luminosa y con una aureola en los postes de luz de las cuadras de la ciudad. Presentía que por fin tenía que irse lejos; lejos y para siempre.
Tomó la ruta 3 hacia el sur; por el rumbo que más conocía. Sin remordimiento pensó que Darío podía ir a buscarla y se autoconvenció: “Qué importa, de cualquier manera da igual”.
Los primeros cien kilómetros la acompañó un amanecer tardío, pero ella sólo iba con la mirada fija en el horizonte, en la ruta de dos carriles que le parecía interminable. Ni siquiera advirtió la luz anaranjada de emergencia del tanque de nafta.
A los 40 kilómetros después de la estación de servicio, en medio de una estepa amarilla de matas bajas, el auto se detuvo.
Intento llamar a un auxilio; pero el teléfono de emergencias de la ruta no funcionaba. “Quién sabe desde cuándo”, pensó Alejandra. Ni siquiera tuvo ánimo de insultar a la vida, ni al país ni a nada que se le interpusiera en su propósito.
Ya no hacía tanto frío, y el sol iluminaba una mañana apacible. Ni siquiera en ese momento Alejandra tuvo el desdén de mirar atrás. Tomó su cartera y continuó, caminando por el mismo rumbo que había comenzado.      

viernes, 7 de junio de 2013

Reminiscencias de pueblo e historia


Desde la ferretería de mi viejo hasta el hotel de mi abuela había sólo una cuadra. Un mediodía, mientras en ese trayecto sorteábamos las baldosas rotas de la vereda, un primo me preguntó: “¿Cuánto es cinco más tres?” Habré respondido "doce", pues era un número que sonoramente me gratificaba. Aunque soy sincero, es un recuerdo demasiado vago el que tengo ahora.
Es en un valle al que siempre es más lindo si se mira hacia el oeste, desde donde nos llega el viento. Por ahí queda este pueblo. Casi siempre fuimos un conjunto de casas desparramadas, distanciados por baldíos de yuyos y alacranes, y tres o cuatro calles cementadas. Cuando aprendías a andar en bicicleta sólo te prohibían una cosa: no cruzar la avenida San Martín. 
La avenida era en realidad como dos calles unidas, con unos boulevares de césped y pinos (en alguno hay una virgen y en el otro un monumento a la guerra; claro, también lo hay de un agricultor). Actualmente, con algunas más y otras menos cosas, luce francamente igual.
Por alguna razón, la fotografía de paisaje –es decir, del paisaje sin más—tiene poco prestigio. Pero qué hay cuando eso tiene tanto que ver con uno.
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Como muchos otros pueblos y lugares, su nombre fue cambiando a través de la historia. Primero llamaron curiosamente a este páramo (más que a este pueblo) Valle ideal: una depresión geográfica en medio de la meseta patagónica con dos de los lagos más extensos de la región (sólo superados por el lago Buenos Aires, en la provincia de Santa Cruz) y un río cuyo nombre termina con una enigmática doble r final, fueron razones suficientes.
Fue Francisco Pietrobelli quien bautizó así a este valle en 1888, y estaba tan convencido de que era su tierra prometida que el italiano se tomó el trabajo de convencer a cinco familias galesas y una lituana para que lo acompañaran en el propósito de poblar la zona sur de lo que hoy es la provincia del Chubut. Antes de los primeros colonos europeos, la tierra era un terreno frecuentado por grupos nómadas tehuelches, quienes adoraban las bondades de este lugar (los vestigios rupestres entre la sierra del San Bernardo delatan esa simbiosis entre lo natural y la cultura nativa).

El lago que hoy se llama Musters fue bautizado así en honor a un explorador inglés que recorrió la Patagonia como un auténtico tehuelche o tzóneka. Sin embargo, y en honor a las grandes verdades, los tehuelches ya reconocían a este precioso espejo de agua como Otrón, homónimo del mismo cerro que orilla el lago y que hoy los habitantes del pueblo lo identifican como Cerro Pastel. De hecho, este lago ya tenía también una explicación sobre su origen, y adoraban y respetaban esta enorme fuente de vida sin importarles tanto cómo se tenía que llamar.

Pero lo cierto es que George Musters ni remotamente pasó por este lugar ni por este lago. Jamás. Es más: nunca supo de él mientras recorrió por el Oeste, con un derrotero de Sur a Norte, la región patagónica en busca de lo que los tehuelches llamaban el País de las manzanas. Sin embargo, Musters sí conoció e identificó el principal afluente del lago: el río Senguerr, o "Senguel" según sus mapas. El explorador intuyó y describió con asombrosa exactitud el recorrido probable que tenía el curso de agua, incluso su unión con el río Chubut. Imaginaba incluso que ambos cauces desembocaban juntos en el Océano Atlántico. De lo único que fue incapaz de advertir el naturalista, fueron la existencia de estos dos lagos, hoy enormes puntos referenciales del centro de la Patagonia.
También el lago Colhue Huapi, que es una gran laguna de baja profundidad, tiene su propia leyenda. Su nombre sí obedece a un término nativo: es voz mapuche que significa Isla de Tierra Colorada (Colhué significa "lugar rojo o rojizo"; Huapi se refiere a "isla"). Según me contaban, lo que parecería más bien una leyenda, hay infinitos vestigios de culturas ancestrales hundidos en sus turbias y gredosas aguas.
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Hacia 1895, la comunidad galesa de Gaimán pidió al gobierno nacional que  se fundara una colonia entre las orillas de los dos enormes lagos. Dos años después, al caserío que formaban 17 familias pioneras, se lo decretó con el nombre de Colonia Pastoril Sarmiento. Aunque el término “colonia” genera una caliente polémica entre los propios sarmientinos, la historia le asiste al nombre con una razón pero también con una excusa: aun reconociendo la preexistencia de las culturas originarias, fueron galeses primero, luego polacos, lituanos, italianos y otros europeos quienes llegaron para habitar sesudamente este lugar de manera permanente y sedentaria.
Y ahora la excusa: las colonias pastoriles no se llamaron así en razón a las garras de ningún imperio extracontinental, sino (aunque quizás no menos violento) se trató de una política del Estado argentino para reducir a los indios, acostumbradas a una vida nómada, sustentada en la caza y la recolección. Es decir, lo que logró el Estado fue imponerles la cultura del sedentarismo, otra lengua, otras creencias y cosmovisión, resumidas en la idea de la propiedad privada, una concepción bastante lejana a la cultura Tehuelche.
Mucho después, hacia el centenario de este pueblo, las teorías nos convencieron de un "encuentro" entre dos culturas. Presumiblemente la versión interesada sirvió para aportar al acerbo ideológico. Claro que hasta este lugar no llegaron los máuseres de Roca; pero el alambre ya resultó suficiente y cuesta encontrar descendientes nativos con alguna buena extensión de tierra propia.
Incluso, en la plaza "Centenario" de Sarmiento, se celebra un hipotético y mitológico encuentro entre las dos culturas. Una madera tallada con una posible silueta de hombres con galeras a caballo, alguna carreta, y en el otro hemisferio otros hombres a caballos también, pero con lanzas, el pelo extendido y con sus quillangos. 
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Muchas historias se cruzan y contradicen en sus más de cien años de historia. De ser el Valle ideal a ser un pueblo excomulgado por la Iglesia por insultar y mear la virgen de la parroquia del pueblo. Se decía que Sarmiento tenía una condena de al menos un siglo; pero después llegaron los buenos años de la bonanza y ya nadie creía en la supersticiosa condena, había quienes ni se acordaban de ella, y mucho menos creían en los evangelios (incluso actualmente hay gobiernos que juran por ellos sin temor a ninguna represalia) y menos que menos creen en sus representantes terrenales.
Mi familia llegó acá en busca de suerte hacia la década del 40, conducidos en ferrocarril y con escalas en El Tordillo y otras estaciones. En uno de los cajones del living de mi casa nativa hay fotos de la familia y de los paisajes de mi pueblo. En realidad: simultáneamente de nuestra familia en esos paisajes. Es decir, no los distinguíamos al paisaje y a la escena familiar hasta mucho años después. Sin embargo, siempre fueron mejores postales nuestras desarrapadas experiencias en la nieve, en el lago, en el bosque petrificado y en el puro campo. Aunque fuéramos muy pero muy poco fotogénicos Sarmiento nos regalaba todo eso.