sábado, 22 de noviembre de 2014

El barrio vivo

Mi barrio plebeyo es dulce y tierno como mi planta de naranja lima. El polvo suspendido esfuma la luz rasante del último atardecer, y dibuja siluetas pálidas de los peatones que se recortan en la parte más alta de la calle. Caminan como suele ocurrir en los barrios periféricos: por el medio de la senda.
El barrio Oeste, que en realidad nunca se sabe dónde empieza respecto al barrio Fontana, tiene un club modesto donde chispean algunas esperanzas que se precipitan tan lentamente como a su vez persistentes. El club nació de otros dos antecedentes, y para ser argamasa de tantas otras cosas no se anduvieron con vueltas, y lo bautizaron Club Alianza Fontana Oeste.
El barrio plebeyo es fronterizo entre el Puerto Madryn "aséptico" que se encaja con el golfo, y el Madryn potable que se apelotona contras las bardas.  
Llueve con sol y el olor a tierra mojada delata una melancolía alegre tatuada en los rostros de los que suben y bajan de lo que es la otra ciudad. Al mediodía y a la tarde, los hermanitos se van a buscar a la escuela y se llevan a cococho; los abuelos cortan camino por la diagonal de los baldíos.
Acá viven los laburantes, empleados precarios, asalariados de todo tipo, docentes, pastores religiosos, buscavidas y changarines. Es parte de ese Gran Puerto Madryn que respira al Oeste de la Juan B. Justo y que contradice el relato pulcro de una historia tan impostora que cercena bajo el rótulo de los "nacidos y criados" el testimonio de todos, sin exclusión, los Venidos y Quedados.
El Oeste parece lejano, pero a tan menudos minutos se aleja del Madryn de postal y se pisa el canto rodado de esa otra ciudad, la más discreta, la menos vendida y la más viva. Por esas cosas,
es el lugar que elegí para vivir.
Mi amigo César pasó por el umbral de la casa a tomar unos mates

miércoles, 15 de octubre de 2014

De un sueño

Érase un sueño invertido: pues el continente se reflejaba en el cielo. Permanecía en la mitad de cuadra que más he habitado en mi pueblo natal, sobre la vereda del hotel de mi abuela. El cielo que reflejaba la geografía del continente, distinguía claros los paisajes cenitales de la Patagonia, sus rutas y hasta los lagos del valle del corredor central. Me parecía lógico y maravilloso, lo veía junto a mi mamá. El reflejo transitaba lento, como llevado por una brisa de altura, se escapaba de a poco.
En la confitería del hotel busqué a mi papá, y cuando salimos no había reflejo, sólo un cielo celeste con almohadones de nubes bien dispersas. Sin embargo, por detrás de unos pinos que se divisaban hacia el oeste, el mapa empezaba a verse más claro y pequeño. Era como que la Tierra poseía luz propia, era capaz de reflejarse a sí misma en las capas atmosféricas.
Me impacientaba no poder mostrárselo a mi papá y hasta a mí mismo se me fugaba el reflejo que se perdía. La resolución tuvo un sueño (y no al revés): mi papá no pudo verlo, y al despertar comprendí que el reflejo no pudo ser nunca; que la Tierra carecía de luz propia y que por tanto sólo pudo ser una ilusión de sueño.

domingo, 5 de octubre de 2014

Tercera persona

Tan honesta e ideal fue la declaración que con el correr de los días empezó a pensar que nunca había sucedido. Que en realidad era una traición de sus fantasías, o una broma macabra de su angustia que se estaba volviendo crónica. Fue algunos días antes, en ese umbral de la primavera, que sospechaba ser víctima de un trabajo de brujería; pues era como una fuerza oscura y ciega que lo sujetaba en la desgracia, en una pesadumbre húmeda y fría la cual no se correspondía ni con sus actos ni con sus pensamientos.

Por una parte era incapaz de negarse a un suceso de tal tipo más allá de sus convicciones agnósticas; y por otro era lo suficientemente curioso como para resolver qué hacer en ese segmento de su vida.
Del pasado más próximo al actual había mejorado; eso no lo podía negar. Bastaba con ver las fotografías carnet para explicar el tránsito de los más terribles subsuelos a estas capas intermedias, llenas de optimismo pero de resignaciones y sacrificios con resultados por lo general modestos. También sabía que no existía una fórmula marcial que lo arrebatara de ese estado y lo soltara, lo expulsara o propulsara hacia el abismo –de luz, pero siempre se lo figuraba como un abismo—con el que había soñado recurrentemente. Pues pensaba que nada de todo eso había sucedido. Era por ese grado tal de honestidad que lo hacía ideal, y por tanto inexistente, inefable e imposible. 

miércoles, 23 de julio de 2014

Vernissage

Y se comprenderá que retome desde otro ángulo la tilinguería golfina. Impostura de seres bohemios en paisaje austral, de Cabernet Sauvignon con dejos residuales a grasa de cetáceos (de mayor espesor, pero de mucha mejor prensa) o de Malbec con dejos de alga undaria.
Seres de sutil rush y mezquina esencia que, entre los de barba recortada a un centímetro de diámetro y perfumes de tres cifras no se cansan, de hacer, de reproducir, la mierda de su mundo. Un mundo que hoy, 22 de julio de 2014, sigue estallando en Gaza, no termina en Bagdad pero que también contiene su azufre en New York, Buenos Aires, Kuala Lumpur y sí, también en Puerto Madryn, en sus vocaciones de hotel pirén, marketing para todo, vernissage y retratos juntos al banner.

domingo, 20 de julio de 2014

Crudo

En Cristobal López City las personas trabajan en la Cristobal López Oil, se alimentan de la Cristobal López Food, se informan con el Cristobal López Newspaper, escuchan la Cristobal López Radio y luego se dedican a ser Cristobal López happy: pasean por el Cristobal López Shoping, por la Cristobal López avenue, y ovacionan al Cristobal López Basketball team en el Cristobal López Arena; compran sus vehículos en la Cristobal López concessionaire y rifan su suerte en el Cristobal López Casino.


Tengo un ritual, que en realidad es como una ironía. Cada vez que paso por lo que alguna vez fue Pirulín pirulero, esa tentadora juguetería de paredes azules que quedaba en la avenida San Martín, esa que despertaba los peores berrinches de pibe consentido, me hago la señal de la cruz y murmuro un “qué pecado”.
Lo que alguna vez fue Pirulín pirulero hoy es un local de una red de comercios de todo el país que vende electrodomésticos y otros juguetes caros (pero estos chiches son más suntuosos y preferentemente para adultos). La trágica melancolía no termina aquí: lo que alguna vez fue una cálida confitería, de aires urbanos, con nombre francés, hoy también es la locación de otra red nacional de venta de electrodomésticos, competidora de la que queda en lo que fue la inolvidable juguetería. Y por si fuera insuficiente, pasemos ahora a la farsa: uno de los edificios más antiguos de la centenaria ciudad, que dista frente al viejo Correo y Telégrafos, hoy es la sede de una cadena de comercios que vende (no podía ser de otra manera) electrodomésticos. Las marquesinas y luminarias comerciales tapan, como los adoquines la arena de playa, los ladrillos y el casco urbano e histórico de la ciudad.
Estamos en Comodoro Rivadavia, la simbólica ciudad petrolera, el centro inmobiliario más caro del país sólo superado por el barrio Puerto Madero en Buenos Aires; o la capital del crimen según un diario nacional, la urbe de los “petrolines”, según descubrieron algunos antropólogos, y el ejemplo del mal desarrollo para una socióloga. Pero aquí --maestro Gabo-- hay hojarasca de verdad, camuflada de otra cosa: ni gente, ni hojas, ni desechos; podredumbre de papeles con marcas de agua traslúcidos. Acá, casi todo tiene precio; o por lo menos así lo parece.
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Para la socióloga Maristella Svampa, Comodoro Rivadavia es el ejemplo del “mal desarrollo”[1], es decir de cómo el crecimiento económico puede terminar no sólo por ser contraproducente, sino desembocar en situaciones que van desde lo absurdo hasta la tragedia. Todos los índices de calidad de vida parecen darle la razón.
Para la investigadora, el tipo de sociedad extractiva genera una variante de “pueblo-campamento” que no es exclusiva de Comodoro Rivadavia pero que sí lleva aquí, en esta ciudad patagónica, todas sus características al extremo. El tipo de economía extractiva genera por un lado una sociedad fuertemente desigualitaria, con poblaciones que en un gran porcentaje eligen la ciudad como destino “provisorio”, “estacionario” y sobreviven en un contexto de “desarraigo”. La idea es juntarla rápido, fácil y marcharse; aunque ninguno de esos tres pasos –a priori simples-- son tan sencillos ni están al alcance de todos.
Esas características traen aparejadas otras aún más oscuras: es un caldo de cultivo para la prostitución, la trata de personas, la violencia; se suma, además, la morfología de una ciudad que creció espacialmente al punto que engulló viejos y aledaños campamentos petroleros: entonces no sólo se configura una sociedad desigual, con flagelos violentos sino que también convive con pasivos ambientales a la vuelta de la esquina. Le decía Gabo, acá la hojarasca es completa.
*
Los medios de comunicación se hicieron especialistas en narrar –fríamente, sin literatura y sin mayor análisis pero a veces con una fuerte carga discriminatoria (y sobre todo su variante xenófoba)—los hechos policiales. En 2010 se cometieron 36 homicidios, y la media anual no pareció bajar desde ahí a menos de veintitanto: 26 en el 2011; 35 en el 2012; 26 en el 2013; y hasta abril del 2014 ya se habían contabilizado 10 asesinatos. Este registro de hechos luctuosos llevó al diario La Nación a cambiarle los pergaminos a la ciudad: de la pretensiosa capital del petróleo a la capital del crimen[2] (en una ciudad que sólo tiene 174 mil habitantes).
Se instalan cámaras de seguridad, se compran patrulleros, se suman efectivos policiales y se les paga mejor a los agentes; pero el resultado es el crimen. Dos terceras partes de esos crímenes se da entre personas que se conocen previamente; es decir: se “desconocen” al punto de matarse o se odian tan apasionadamente que pueden llegar a quitarse la vida. La política no lo resuelve y tampoco lo puede interpretar: después de todo Comodoro Rivadavia tiene un índice menor al 5 por ciento de desocupación, un gran porcentaje de la población goza de los salarios más altos del país; sin embargo la violencia no cesa. Explicaba un médico del servicio de Emergencias del Hospital Regional a este cronista: “Llegan dos o tres heridos por hora a la guardia. Algunos graves, con heridas de bala o cuchillo, y otros un poco más leves que no salen en las estadísticas”.
En suma, Comodoro Rivadavia triplica el promedio nacional de homicidios: 14 asesinatos anuales cada 100 mil habitantes (índice mundial de medición del crimen). La explicación tiene la figura de una fractura; pero la clase política vive dentro de ella entonces no puede distinguir ni sus márgenes, ni su ancho, ni su profundidad.
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Esa fractura no sólo es una brecha por el acceso a la riqueza, a la calidad de vida y a los servicios básicos; sino también al prestigio social, que en esta ciudad patagónica no tiene nada que ver con el salario, ni con el goce de los artificios electrónicos; pero sí, con la apariencia en los modos de consumo. Los antropólogos Alejandro Grimson y Brígida Baeza estudiaron el caso Comodoro y su conclusión es categórica: los trabajadores petroleros, quienes marcan el ritmo de la actividad económica de la ciudad, no gozan de prestigio social e incluso son discriminados; vulgarmente se los denomina “petrolines”[3].
“Los petroleros son objeto de cuestionamiento permanente, de burla acerca de su estilo de vida, de sus consumos, de su modo de hablar y su (in) cultura”, analizan en el trabajo científico los autores.
*
Sin embargo, lo que estos antropólogos no destacan es que esta percepción de los trabajadores del crudo es bastante reciente; y tiene un trazo histórico a partir de las graduales privatizaciones de la actividad petrolera.  En sus primeros años, la ciudad era un mero puerto (por no decir mero muelle) para sacar la producción agrícola regional. Pero a falta de agua, se trajo una potente excavadora para escarbar hasta los manantiales subterráneos: algunos sospechan que el ingeniero de tamaña misión ya intuía que más que agua lo que había en las entrañas era oro negro, era crudo.
Tiempo después, ya con el petrolero y luego con la empresa estatal YPF, trabajador y vida eran una suerte de mancomunión indisoluble; pero que tras la fiebre del consumo quedó tapada, como los ladrillos por las marquesinas, hasta la poesía regional del Gato Ossés:
“Petrolero que va / trasnochando en el sur / hay dos cielos que andar: / uno negro – otro azul / petrolero que va / pozo a pozo el andar / mide tanque y jornal / el petróleo y el pan”, dice su canción.
Hoy solo se anda por lo negro: el crudo, el crimen y el mal desarrollo: porque amigo Gabo, no es sólo hojarasca lo que queda por aquí.





[1] Svampa, Maristella, “Comodoro Rivadavia, un modelo de maldesarrollo”, http://www.miningpress.com.ar/debate/253087/segun-anti-svampa-comodoro-es-modelo-del-maldesarrollo

[2]Carabajal, Gustavo, “Comodoro Rivadavia, la capital del crimen, La Nación, http://www.lanacion.com.ar/1501027-comodoro-rivadavia-capital-del-crimen

[3] “Estigma petrolero…”, Patagónico, http://www.elpatagonico.net/nota/182833/


sábado, 19 de julio de 2014

Enésimo desvelo

Lo dije a gritos. De todas maneras y a todos los que me interesan. Es cierto que no fueron --tal vez-- las palabras más justas, más precisas, pero fueron las más honestas. También es cierto que no fueron en el momento más oportuno y con más equilibrio, sino simplemente cuando más lo necesitaba. Lo he dicho a gritos, pero de esos gritos que parecen no levantar la voz, sino que atacan-reclaman. Lo he hecho por desesperación, por enojo, por defecto, por tristeza, por amor, por mi mismo; pero también lo he hecho por los otros, aunque no lo adviertan.
*
La angustia me genera un dolor en el pecho, ese dolor no me deja pensar en otra cosa. Las piernas se impacientan como exigiéndome correr, pero correr no puedo. Quiero que algo urgente me calme y no encuentro ni quién, ni cómo. Tan solo y tan lejos, tan nada; sin fuga.
Me desespera ya no poder salir, ya no poder volver. Me desespera el silencio, forzado, cuando lo grité tanto.
*
¿Y si tuviera que recurrir a todo aquello que creí prescindible? Prescindible sin conocerlo. De algún modo tiene que volver el apetito a las cosas básicas: al sexo, a la literatura, a la fotografía, a la soledad. Es eso, en fin: inapetente soy un muerto.
Hoy la crucé a Carolina. Un encuentro fugaz y casual; dos caminantes perpendiculares que acertaron desafortunadamente en tiempo y espacio. Ella me advirtió primero y me miró; cuando yo la vi me dijo un hola con la dosis más precaria de cortesía y torció su mirada hacia el frente, siguiendo su rumbo. Me paré en la esquina cuando hasta ese momento no había podido decir nada. La llamé, dos veces y en la segunda ocasión giró a unos quince metros míos y sólo me hizo un gesto que me es casi imposible reproducir: con su mano derecha alzada dibujó un "mejor no" o quizás en realidad fue un "basta".
Mañana es feriado. No me gustan los feriados porque replican más profundo mi vacío. Me vuelvo al pueblo; así no puedo seguir. 
*
Empapado por el sudor y atentado por la angustia que se delata en el estómago. Tieso me descubro en posición que llaman fetal. Desesperación creciente. Rápido busco un refugio mental, un sueño plausible y mi mente --ya viene siendo costumbre-- falla. Hay huecos, oscuros, como de profundidad. Me asomo y no veo nada. Pienso en arrojarme, en planear, dar giros concéntricos y fundirse en ese abismo.
Es pánico a la soledad, a mi soledad no compartida, sin compartimentos. La literatura me hiere, el cine me hiere, la música me hiere y los recuerdos me hieren.
El amor es la sumatoria de todos los miedos. Hago cosas que parecen absurdas; o no, no lo sé del todo. Actúo por instinto, a veces, muchas, por desesperación. El tiempo, lento, plomizo, triste, lo goza. Y decía que la sumatoria de todos los miedos, de todos los tiempos, eso es el amor; no otra cosa.


domingo, 29 de junio de 2014

Memoria

El bombero de guardia administra el sueño y la memoria trágica de la ciudad. En la tercera madrugada del nuevo invierno el botón de la sirena de viento es pulsado durante 34 segundos y propaga su sonido durante al menos un minuto diez/quince segundos.
El perro de mi vecino, a partir del sexto segundo de la sirena, imita el sonido y aulla parejo y constante irguiendo el cuello, oblicuamente, hacia el cielo gélido y estrellado.
El ciudadano de la cuarta cuadra abre los ojos ladeado hacia la izquierda de la cabecera de la cama matrimonial. Observa el despertador, rememora, se cuestiona, se duele y vuelve a tratar de conciliar el sueño.
La empleada de panadería camina hacia su trabajo apurada cortando el frío por el medio de la calle. En un primer instante no lo medita, escucha y ya; pero algo la zamarrea y la obliga. No lamenta, no suspira y mucho menos llora; pero lo piensa.
Pero decía antes del administrador del sueño y de la memoria trágica, quien se afana en voltear hacia los dolores, hacia esa maldita carga que pesa sobre esta ciudad que hoy, tres días después de la noche más larga parece congelada. El perro aulla y las personas se despiertan, rememoran, tragan saliva y vuelven a dormir. El perro deja de aullar. Y el peso sigue.

jueves, 26 de junio de 2014

Facón Grande

Sabemos de Facón Grande que el día que lo fusilaron tuvieron que darle dos cargas consecutivas disparadas de cuatro fusiles; que los ocho disparos ni siquiera lo voltearon hasta que no expiró, que se murió girando sobre sí mismo, y que antes de la muerte a traición les aseguró a los milicos, mirándolos a los ojos, que “así no se mataba un criollo”.
Sabemos que Facón Grande tenía ascendente por sobre la peonada, que no era ni patrón ni líder, sino un hombre cierto, de hablar claro para los paisanos y que no sabía de ideologías ni revoluciones, pero intuitivamente sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal.
Sabemos que Facón Grande no era un asceta, pero tampoco era un borracho; que no era violento pero que tampoco le quitaba el cuerpo a las rencillas y le cantaba las cuarenta a sus compañeros o a sus patrones de acento inglés.

Sabemos que le decían Facón Grande, que una larga daga con funda de plata llevaba cruzado al cinto, por detrás de la cintura. Sabemos que su alias generaba todo tipo de leyendas, pero que nunca despellejó a nadie. Sabemos que el coronel Varela lo sentenció sin siquiera poder vocalizarlo, que alzó cuatro dedos de su mano indicando a sus subalternos los cuatro balazos contra un hombre indefenso y maniatado. Sabemos que Facón Grande no murió ni arrodillado ni volteado, que a los criollos como Facón Grande ni siquiera se los mata con cuatro balazos traicioneros.  

martes, 24 de junio de 2014

Carta al invierno

Invierno hagamos un trato. Simulemos que nunca nos repudiamos y que nunca contamos los días tachando almanaques, esperándonos como verdugos que uno de los dos por fin se vaya.
Invierno tengamos un plan. Coincidamos por las mañanas y extrañémonos por las noches. La tarde se la dejaremos a esas cosas intemporales que no tienen estación sino que son puro tránsito que son puro irse.
Invierno provoquemos un fuego. Un fuego curador, que seque entibie y que queme. Un fuego que te disfrace y me disfrace. Un fuego que por fin, cuando va pasando el tiempo nos abrace, que nos abrase. 


martes, 29 de abril de 2014

Fin de semana puente

Aseguran que es martes, pero en este lugar es como si fuera viernes. Es el último día hábil de una semana laboral de sólo dos días, y cinco de descanso y/o disfrute. Dicen. Feriado puente le dicen, feriado largo.
Fueran cinco días o fueran dos --o si quiera fuera uno solo- creo que el único instante de plena felicidad es el minuto antes de terminar la jornada laboral. Los administrativos, burócratas y asalariados de tiempo completo por esta vez no escapan de prisa; y hasta esperan dos, tres o hasta cinco minutos que uno salga despacito por la puerta de ingreso que ya mismo estarán por cerrar. Otros ya la cerraron, y te invitan a salir por la puerta de atrás.
Durante todo este martes (aunque algunos no tenemos un solo peso) cuerpo y alma se anticipan a ese (supongamos) “gran momento”, y aunque ese instante pleno es efímero, de sólo figurarse el aire de esos días en que uno pudiera contemplar felizmente cómo se seguirán pasando los membrillos de la parte superior de la copa del árbol de mi vecino, o el cónclave cotidiano de esos gorriones que irrumpen la vecina metalera y hasta la insomne pasividad de los cuscos que cría la dueña del consorcio.
Se anticipa el cuerpo y el alma al fin de semana largo. Y entre todos esos seres efímeramente felices, entre los que efímeramente también me incluí, ahora surjo una vez más pero con miedos, pidiendo que no sea tan largo, que no resulte cerca de lo eterno. Porque alma y cuerpo -metafóricamente y concretamente-- no tienen un solo peso.      

domingo, 23 de marzo de 2014

¿Qué hiciste en la dictadura?

Los que vinimos después, entre quienes no podemos inflar el pecho por los cojones de nuestros padres, nos resulta incómodo explicar el por qué nos gusta tanto hablar de la dictadura. Como si en verdad hiciera falta explicar esos porqué. Los que nacimos en el 84, en el 87, en el 91 o en el 2000, y los que nacerán en 2016 o en el 2022 si quieren, queremos y vamos a querer hablar de la dictadura.
A muchos de nosotros se nos plantea una pregunta visceral, una pregunta para hacerles a padres, abuelos, tíos o cualquier otro adulto que así como no fueron cojonudos tal vez sólo fueron temerosos, ignorantes o incluso pelotudos: ¿Qué hiciste en la dictadura?
Nosotros que somos subestimados cuando nos dicen los "Qué sabés si no habías nacido", "A vos te la contaron, yo la viví", esa pregunta nos salta a cada rato, con bronca, con irreverencia e insistimos: ¿Qué hiciste en la dictadura?
Es que nosotros somos en todo caso la post-dictadura y eso no es poco. Somos la asignatura de Historia con 10 de clases dedicadas al modelo agroexportador y una oración sobre el genocidio. Somos los que nos alegramos por cada nieto recuperado. Somos los precarizados laborales por empresas y grupos económicos que financiaron a Videla y compañía. Somos los que nos bancamos el maltrato policial, fuerza de resabio de la dictadura criminal, en un recital, en una cancha de fútbol o en una marcha. Somos todos esos a los que no nos escucharon, somos los que hoy crecimos, acertamos y erramos como cualquier otra generación; pero fundamentalmente nosotros somos los que incomodamos, porque nosotros podemos preguntarlo: ¿Qué hiciste en la dictadura?
Y la respuesta puede tener diferencias y matices: excluyendo a los genocidas y en el otro extremo a los desaparecidos, están los que decía más arriba: cagones, ignorantes, pelotudos y más: colaboracionistas, traidores, silenciosos cómplices, delatores, oportunistas, giles, indiferentes, exiliados y sobrevivientes. Todos ellos, que mucho no nos han escuchado, tendrán algo para contarnos y nosotros sí estamos dispuestos a escucharlos: ¿Qué hiciste en la dictadura?

domingo, 16 de marzo de 2014

Ciudad tilinga

La tilinguería se define por su propia práctica, y la cuestión hoy aquí es saber si podemos encontrar la definición para etiquetarla a una ciudad y no --como casi siempre-- a las personas. Lo cierto es que este texto no pretende caer bien, pues sigue a ese gran propósito que es “escribir para molestar”. No hay una definición absoluta de lo tilingo, pero bien podríamos resumirlo en aquella imposición basada en nada, fijándose en lo inútil y en puras vanidades para hacerse “la fama de…”.   

1 Frente a la plaza central de Puerto Madryn, centro cívico de la ciudad del golfo, hay un locutorio con servicio de llamadas internacionales. Diariamente decenas de peruanos y bolivianos alimentan a los dueños del negocio con llamadas a Lima, Cochabamba y La Paz. En las paredes del locutorio hay cinco relojes que indican las horas de París, Londres, Tokyo, Sydney y Miami.

2 De diciembre a febrero, negros provenientes de Mali pululan por la playa y por la rambla vendiendo relojes de imitación, plateados y dorados, anillos, collares y pulseras en metales pulidos que se enredan en un maletín tipo bancario. Apenas hablan castellano y trabajan todas las horas de sol. Durante el crepúsculo se vuelven invisibles.
En el pasillo de ingreso al edificio de El Diario que se jacta ser de la ciudad, una galería de fotos muestra a una veraniante acostada boca abajo, brillante de aceite bronceador que contrasta con uno de estos vendedores ambulantes de Mali, quien está parado sosteniendo su maletín abierto y sus chucherías. El epígrafe de la foto es elocuente: “El verano ofrece los paisajes más llamativos”. Más allá de las categorías de lo llamativo, cuando termina febrero, hacia el final de la temporada estival, los negros ejercen (antes de marcharse y cuando la ciudad se queda sin visitantes) su pleno derecho de disfrutar la playa de arena: improvisando arcos con remeras y maletines, juegan un picado once contra once, Vestidos contra Desnudos.

3 En barrio sur, entre los suntuosos chalets y la zona más forestada del por sí escarpado paisaje madrynense, las verdulerías pasan a llamarse “tienda de vegetales”, las veterinarias “tienda de mascotas” o “clínica de animales” y los peluqueros se reciben de “estilistas” o “coiffeurs”.

4 Bolivia no tiene mar, pero acá a los bolivianos les sobra. Atraídos por labores bien pagas pero esclavos de condiciones precarias de contratación y estabilidad, cientos de inmigrantes bolivianos con ciudadanía argentina legítima y legalmente adquirida trabajan en las empresas pesqueras de Puerto Madryn. Antes de la medianoche los obreros esperan pacientes en llamado para saber quienes sí y quienes no tienen trabajo al día siguiente en los sectores de congelado, fileteros, estibadores y marineros de altura. Entre publicidades comerciales, de inmobiliarias y cámaras empresarias y de profesionales de la alta sociedad, los jornaleros de la actividad pesquera esperan escuchar en la voz del locutor el destino de sus próximas 24 horas.

5 El mandatario de la ciudad salió hace un tiempo a gritar la necesidad de lo que él llama “una reparación histórica” para su municipio. Resulta que Puerto Madryn es solo una más de las localidades más habitadas de la provincia del Chubut que hace años tienen mal liquidadas las regalías petroleras. Puerto Madryn no tiene petróleo que sí tiene la región sur de la provincia. Lo que sí tiene Puerto Madryn es una millonaria publicidad turística sostenida por el gobierno provincial, que también le cubre un déficit también millonario para que gocen de un catamarán turístico todo el año; y en la década de 1970 el Estado argentino y grupos económicos privados acabaron con los cursos rápidos de la cordillera para hacer una represa hidroeléctrica que abasteciera de energía a Puerto Madryn. Desde la región del desastre ecológico en pleno bosques cordilleranos hasta la ciudad del golfo hay cerca de 700 kilómetros.

6 Puerto Madryn vende humo disfrazado de Medio Ambiente. La ciudad más importante del golfo usufructúa la fama que año tras año le da la llegada de la ballena franca austral y las bondades ecológicas de Península Valdés. Pero detrás de esa cortina, los deshechos que produce la actividad pesquera se quedan sin procesar y pudriéndose en las plantas, los buques en alta mar con la vista gorda y a veces comprada de los biólogos llevan adelante una sistemática depredación de los recursos, y las denuncias de algunos valientes marineros se esconden en las últimas páginas de los diarios, entre las gacetillas que envía el gobierno provincial sobre los planes de asistencia. Por si fuera poco, Aluar, la fábrica de aluminio más importante del país no sólo fue la real excusa para terminar con los cauces rápidos de la cordillera, sino que actualmente desde sus chimeneas emana veneno puro muy por encima de los índices tolerables. Cuando un ciudadano madrynense utilizó la “banca del vecino” en el Concejo Deliberante local para denunciar el caso, desde El Diario de la ciudad le mandaron a decir a su reportero: “Hacé como que nunca existió”.

lunes, 10 de marzo de 2014

Locura

En una carretilla pone en bolsas todo lo que sabe, todo lo que cree y todas las opiniones. Encima de esos sacos mal cerrados pone el bártulo más grande y más pesado, el que lleva todas sus fantasías y el resto de sus pensamientos. Levanta la carretilla y la inclina desde atrás, picándola levemente sobre su rueda en la parte delantera, y así se echa a andar. Sube cuestas empinadas, baja por estrechos tortuosos, hunde la carretilla en charcos y pantanos infranqueables y se empapa de agua y barro hasta las rodillas, se le hace una costra compacta y seca por el viento, que además lo tambolea lateralmente. Algunas veces, cansado, apoya la carretilla sobre sus patas traseras, reacomoda el equipaje y nota que algunas cosas fueron cambiando, otras se fueron mezclando y algunas se transformaron e incluso algunas que recordaba ahora se han caído. Aunque ninguno de los bultos se parece a lo que fueron en el origen y el propósito se haya desnaturalizado, recupera el aliento y sigue empujando. Al final --como todo-- se encuentra con la muerte, y sin darse cuenta en el expiro el equipaje ya era todo una sola cosa. Ni siquiera tenía nombre.

lunes, 3 de marzo de 2014

Ensayo sobre el aburrimiento

La última vez que me aburrí tenía nueve años. Lo recuerdo como una tarde fría de la Patagonia resguardado en el calor de una pieza en el fondo de mi casa, un espacio al que mi mamá llamaba “pieza de los juguetes”. Ahí, el sol de la siesta que se colaba por las persianas de madera dibujaba franjas diagonales oscuras y claras sobre una biblioteca polvorienta, y supongo que también las dibujaba sobre mí torso y cara mientras estaba sentado con la mirada perdida. Algo de verdad había en eso de la “pieza de los juguetes”: en ese reducto no sólo estaban mis soldaditos de plástico, jugadores de torta, ladrillitos y los tomos de la Enciclopedia Hispánica, sino que también había una escopeta de caza de mi papá con unos veinte cartuchos calibre 12 (recuerdo que el arma estaba doblada por la ranura de descarga y en el suelo mientras que los cartuchos estaban en la parte superior de la biblioteca). Chiches, armas y libros en el mismo espacio lúdico donde pasaba las horas, creando mundos ficticios pero la verdad nada demasiado fantasiosos. En suma, se podría decir que la elección entre convertirme en asesino serial y periodista bien pudo ser por azar.
Si tuviera que trazar una línea temporal imaginaria de mi vida elegiría ese instante como punto de partida. Ya para esos nueve años había aprendido una gran lección: cuando la compañía ajena no te colma una buena estrategia es empezar a buscar en el interior de uno mismo. Y en ese interior había una inquietud que con los años fui puliendo: las ganas de saber. Saber cosas, desorganizadas, politemáticas, “importantes”, universales y también de las particulares. Saber de todo y la lectura era el pasaje a esos mundos.
Entonces cuando quité un tomo de los catorce que componía la Enciclopedia Hispánica, las diagonales que colaban por las persianas se quebraron y además de cambiar la luz y la sombra también yo cambié algunos hábitos. Desde ese momento la lectura –algo que me generaba muchísima vergüenza—se hizo más o menos una rutina y encontré los primeros e invalorables momentos con uno mismo. Una suerte de hedonismo literario; algo muy difícil de explicar para quien no comparte la misma pasión.
Entre las tantas cosas que no comprendía en ese momento –la mayoría lo sigue siendo en la actualidad-- fui aprendiendo algunas mentiras del tipo “académicas”. “Política” es la ciencia que se encarga del estudio de la cosa pública; “Economía” la ciencia que administra recursos de diversa índole, ya sean naturales o financieros, etc.; “Argentina” un país rico en recursos naturales, con los índices socio-económicos más elevados del continente y por ello emparentado con Europa de donde recibió buena parte de su cultura y población.
Así, bien confundido y engañado, tuve un gran anhelo: pensé que con el saber se puede cambiar el mundo… desde Argentina. Estaba bastante jodido, pero felizmente entretenido. Ya no sólo que era imposible no tener planes para cada uno de los días sino que las 24 horas diarias por el resto de mi vida resultó muy poco tiempo.
Desde los nueve a doce años era un apóstol de la decencia: “Había que ser bueno para ser respetable”. También a los doce precisamente, fue el antecedente de la aparición en mi vida de la literatura de ficción. Primero releí Mi planta de naranja lima sentado en el suelo y apoyado en la puerta de la pieza, trabando con mi escuálido cuerpo para que nadie apareciera de improviso y me delatara de manera tan vergonzosa: con un tomo en mis manos y apoyado en el regazo ese librito de hojas amarillas y levemente ásperas y porosas.
Luego, en el verano siguiente en Necochea empecé a leer Moby Dick y si no lo terminé fue por una prima con la que nos enamoramos y con la cual una noche hicimos algo así como el amor, a nuestra manera, bien calientes, en secreto pero bien ruidosos. Después de eso, Moby Dick lo tuve que retomar el verano siguiente. De alguna manera iba aprendiendo ciertas cosas, más que nada del lívido y el erotismo. Ya había leído una novela regional –La profanación—e incluso una biografía del creador del radicalismo que vio cómo los federales ahorcaban a su padre en la plaza. Literatura, historia (sobre todo las guerras) y política eran los temas que más me inquietaban.
Desde los doce a los quince profundicé mi concepto ideológico: “Para ser bueno había que demostrar inocencia”. En ese fragmento, a los trece me volví a enamorar pero ya había desaprovechado e hipotecado lo poco que sabía de la relación con las chicas de mi edad: salvo un par de anécdotas también bien calientes como con mi prima lejana, en el amor y en el sexo no tuve suerte hasta los 17. Eso supongo que tuvo consecuencias en mi autoestima.
Ya para los quince algo se había cagado del todo: descubrí que en las cosas de la vida hay enemigos, que había radicales y peronistas, y que si los radicales y peronistas se unían era para joder a otro enemigo también conformado por radicales y peronistas. A pesar de ello, seguía inocente: pensaba que había que obrar bien, ofrecer la otra mejilla y predicarlo. Los buenos tenían que vencer.
Los 16 y hasta poco antes de cumplir los 18, cuando terminaba el colegio secundario, vivíamos en medio de un agudo momento político: el país se iba al carajo con los radicales y con mis compañeros de secundario nos animamos a hablar de política. Éramos en primera instancia moralistas.
En esos años el alcohol me abrió una puerta: me empecé a desinhibir. Con quince años me emborraché las primeras veces y entre los 16 y 17 ya lo hacía con alguna regularidad. Borracho era más gracioso, más irresponsable y fundamentalmente más temerario (ni que hablar con las chicas). Además, me ayudaba a forjar una suerte de personaje que iba puliendo con la práctica. Borracho generaba adhesión, y predicaba muy buenos, carismáticos y ocurrentes discursos. Precisamente, fui modelando un personaje que quien iba a decir que con sus más y sus menos proyectaría casi hasta la actualidad.  
Fue a los 17 cuando me fui a estudiar a Buenos Aires --y como tanto me había costado-- me fui hecho todo un novio. Amor a distancia, un célibe forzoso y lamentable. Pero si estaba alejado de mi novia, no lo quería estar del todo de mis cosas y de mi pueblo: en una caja de un televisor de 29 pulgadas cargué todas las camisetas de Racing, los pocos libros que llevaba leído, cuadernos con la historia de la Academia, mis primeros escritos y diminutos objetos que me recordaban Sarmiento: un jugador de torta, cientos de fotos y hasta un molusco petrificado que encontré en una excursión que hice por los campos cercanos al pueblo. De los campos fértiles me iba al imperio del asfalto y el concreto.
La mierda de querer predicar la moral se me habrá estirado hasta los 21, y el pensamiento político seguía por ese rumbo. Desde ahí comencé a pulir los pensamientos políticos: llevé el “decentismo” al extremo (participé de la escuela política de la dirigente que profetizaba un “contrato moral”) hasta que pegué mi primer afiche en una calle. El fin justificaba los medios, aunque fuera en una contravención bastante menor.
En esos fragmentos me volqué de lleno al periodismo autogestionado, a la fotografía y empecé a creer que Marx tenía plena razón en resumir la historia como una lucha entre opresores y oprimidos.
Me definí en el transcurso de diez años de muchas maneras a saber: progresista, centroizquierdista, socialista, zurdo, izquierdista, zurdo nuevamente y probablemente tenga nuevas etiquetas en los próximos diez años. Ya fuera por medio de la política –en mi casa tenía la propia escuela--, la literatura y ya de grande por medio de la fotografía, pensaba sumar criterios y esfuerzos para hacer un mundo mejor; misión que te puede tener entretenido para siempre y en la cual 24 horas por día son definitivamente insuficientes.   


sábado, 22 de febrero de 2014

Engrudo

En un balde con agua se agrega harina, sin volcar demasiado, siempre gradualmente y revolviendo para evitar que se formen grumos. El líquido lechoso tiene que resultar homogéneo, pero hay que tener en cuenta que cuando uno deje de revolver, mientras la fórmula no esté cocinada, la harina se irá depositando en el fondo del recipiente por lo que luego tendrá que repetirse la operación un segundo antes de producir la mezcla.
En una cacerola se pone agua a hervir, y en otro balde aparte se vuelca soda cáustica. Es importante que se revuelva una vez más el recipiente de harina y agua para que el líquido vuelva a quedar homogéneo. Luego, cuando el agua al fuego rompa en hervor se la vuelca en el balde con soda cáustica (esta operación se realiza al aire libre y evitando inhalar la nube tóxica que emana cuando el agua caliente se mezcla con la sustancia química).
Finalmente se mezclan los dos baldes que repetimos uno tiene agua y harina disuelta, y el otro agua hervida con soda cáustica. La función del segundo balde es cocinar el engrudo, y será de mejor calidad cuando sea un moco levemente viscoso.
La viscosidad hará que los afiches se peguen mejor en cualquier superficie, incluso en paredes o postes de maderas muy porosas.

Es necesario esparcir el engrudo con algún tipo de cepillo o brocha de pintor, y se recomienda utilizar guantes de látex o goma porque muchas veces la piel resulta alérgica o incluso la soda cáustica puede causar quemaduras si se expone directamente.