sábado, 28 de diciembre de 2013

De los cuentos infinitos

Parece ser que la inventiva de nuestro tradicional “Cuento de la buena pipa” ha traspasado fronteras (no sé si primero de estas hacia aquellas o de las más septentrionales a las más australes) con el mismo cometido de agotar la paciencia. Es así que mientras en mi pueblo lo conocimos como “Cuento de la buena pipa” en Macondo lo llamaran “Cuento del gallo capón”.
No voy a ser yo quien cuente a propios y extraños la lógica de esos cuentos infinitos que en esencia –como también ocurre con la música del “Felíz cumpleaños” y del “payaso plin plin”—son un mismo cuento. Eso se lo vamos a dejar luego a Gabriel García Márquez.
Pero en lo que sí me voy a detener es en eso de recurrir a cuentos inagotables. En Cien años de soledad acudieron al “Cuento del gallo capón” como método para vencer a la enfermedad del insomnio, luego de que los Buendía empezaron a temer a la otra enfermedad que traía aparejada: la pérdida de la memoria.
En el residencial Los Lagos, hace muchos años cuando no era más que un hotel familiar, de viajantes consuetudinarios y almuerzo y cenas compartidas entre tíos, primos y huéspedes alrededor de una cacerola central en la que se convidaba mucho más que un cucharón de puchero, había una mujer paisana que por las mañanas era la encargada de limpiar sábanas, inodoros y el mobiliario de las veinte habitaciones que tenía el residencial (incluyendo la habitación 104 que era la pieza donde dormía mi abuela junto a sus michos).
Para mí la Ignacia no era por ese entonces más que una silueta traslúcida por delante de los ventanales de alguna de las habitaciones del ala que daba hacia el oeste. La paisana remontaba con un zarandeo las sabanas y otros productos de blanco que volaban y planeaban pasiblemente hasta dar geométricamente en los rectángulos del catre. Tan intensa y entrenada era esa danza de la Ignacia que en una sola de esas volteretas que daba el paño de algodón almidonado se desprendía de ácaros y otros viejos polvos. Era un arte.
Pero ese arte no era susceptible de muchas interrupciones ni bromas. Cuando cualquiera de los primos invadíamos la extensa galería de las veinte habitaciones, cuando desde las 10 a las 13 era de su plena soberanía, la Ignacia recurría a la “Cuento de la buena pipa”.
Y no había caso: tan diestra era la paisana en la complejidad del asunto que por sostenido litigio le presentáramos nos vencía por un delirio de agotamiento. De algún modo le teníamos miedo.
La lógica del cuento infinito, Gabo la narra así:

“Los que querían dormir, no por cansancio sino por nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de métodos agotadores. Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito en el que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras”. 1

Era la paisana Ignacia algo así como un miembro más de la mitología del terror del hotel de la abuela, una de las tres deidades que completaban la cocinera doña Petra, una india mapuche que vivió más de 90 años sin esconderse de ningún invierno y de ninguna helada, y La Serena, otra vieja clueca, de pantorrillas gordas y calzas marrones con los puntos corridos, pollera negra, pelo cano y sin comentario de ninguna índole.
En suma, lo único cierto es que entre los métodos y el arte de la Ignacia, el secreto de la paisana y la enfermedad del insomnio, al igual que esos cuentos de nunca acabar, ahora empiezo a sospechar que en el fondo eran algo así como una misma cosa.

______
1 García Márquez, Gabriel, Cien años de soledad, Editorial Sudamericana, 1982, página 47

   

domingo, 8 de diciembre de 2013

La mulita madrynense

Si me preguntarán qué es para mí Puerto Madryn, contestaría sin dudar: la mulita. ¿La mulita? Sí, ¿Acaso no la vio? Estoy seguro que sí la vio, y que la vio un montón de veces. A lo sumo no la habrá mirado, pero sí o sí la vio. No la miró porque eso requiere pensarla, detenerse, irse un rato con ella y volverla a mirar diez, veinte, cien veces más. Hasta que se convierte en un problema, en una obsesión como le pasa a este cronista.
Está por toda la ciudad, y aunque parece quieta vive viajando. Ha llegado con su paso lento hasta Puerto Pirámides y ya regresó. Suele no avisar y se aparece. La mulita es una vándala que no se fija ni en bienes públicos ni privados. Infestó la ciudad del golfo con sus trazos regulares, sus patitas en punta y su cuerpo entero como medio huevo roto. Aparece en negro, rojo, verde, azul… aparece en esmalte sintético, fibra, con brochas variables. A veces, ofuscada, tiene un halo de furia vertical, que se eleva al cielo de su enchinche.
La mulita no tiene nombre y no tiene firma. Pero su carismática figura, para dolor de los líderes del orden aburrido, sigue expandiendo su recorrido.
Si la mira de una forma aparece plana, como caminando lateralmente -esto es, perpendicular a uno-. Pero otras veces, si usted la mira con fe, la puede notar tridimensional, viniendo hacia uno (incluso alguna yéndose por su punto de fuga).

La mulita, lo dijimos ya, es una vándala y también una gran viajera. Para mí Puerto Madryn es la mulita, y no al revés, porque sino todo eso no tendría sentido. Seguro que la vio, y la vio un montón de veces; el problema es ahora, que empezará a mirarla diez, veinte, cien veces.
.       

sábado, 30 de noviembre de 2013

Preparativos

En Puerto Madryn deseamos apurar el verano. Esta cosa de primavera cálida y costa ventosa nos deja derrumbados y sin opciones: no nos gusta quedarnos en la casa porque el calor mata, pero tampoco podemos estirarnos horizontalmente en la playa, pues el viento nos llena de arena y nos pone la piel de gallina. Entonces, como mucho, nos conformamos con caminar por la costanera, ir hasta el Indio y desilusionarnos con su petrificado taparrabo, y ya no mucho más; que a decir verdad es bastante si nos aferramos a la fama de fría e inhóspita que tiene la Patagonia.
Pero el calendario gregoriano es pesimista: recién es 30 y queda casi una luna entera para que llegue la tan ansiada estación estival.
Igualmente, y a los fines de dar vida a estos textos sureños, vale repasar cómo están los preparativos en la ciudad del golfo para lo que entendemos como su época más jovial.
El municipio, bajo la gestión de- Sastre, incorporó a su staff de pituquería una serie de carteles luminosos que adornan la costanera y que se suman a los más altos y también pitucos que fueron instalados el año pasado en las ocho bajadas principales de la playa. A la comuna local le cuesta horrores pagar salarios (este mes que se termina los municipales cobraron el 19), pero lejos de bajar el copete, la gestión de- Sastre saca pecho de sus carteles y soberanamente los bautizan: son los “Tótem”. Piza y champan.
Pero para ser justos, no todo es culpa del petiso, pelado y mellizo mandatario local: resulta que ninguno de los diez boliches-restoranes-confitería-paradores pagó el canon de concesión de los negocios de playa: los gerentes no pagan y entonces el intendente lo pensó así: “Si ellos no pagan, yo tampoco”.
La reunión de gabinete en que se trató la cuestión fue memorable --según filtró un alcahuete--: Sastre preguntó a sus cortesanos: “¿Quién pagó el canon?”, a lo que el secretario de Gobierno Enrique “Quique” “Pelos” D´Astolfo se adelantó a todos y respondió: “¡Nadiesss!”. Pero claro; mientras no pagan el canon hay algo que los paradores, sobre todo de aquellos que tienen parador y también medios de comunicación, retribuyen a honrar lo que pomposamente denominaron "acuerdo político": yo no pago el canon pero pongo tu gacetilla en página 3.
Tan mal está todo en Puerto Madryn que las ballenas hicieron las maletas antes de tiempo (en octubre ya no quedaba ninguna en el vientre del golfo Nuevo).
Así las cosas, quienes quedamos sobre los márgenes del empleo público local, esperamos que el tibio sol termine de recalentarse de una buena vez y el viento primaveral de la costa atlántica nos de una nueva tregua. Todos queremos apurar el verano, queremos apurar el tiempo, excepto claro, los municipales que no saben cuándo van a volver a cobrar porque hace once días recibieron su sueldo y este mes tendrían que aspirar a cobrar no sólo en término, sino también con aguinaldo.  

domingo, 24 de noviembre de 2013

Salitrales de Península Valdés

El área que comprende Península Valdés y su litoral adyacente es internacionalmente conocida como una reserva natural intensa, en donde la fauna marina y terrestre congenian en un paisaje estepario y de un océano Atlántico con predominios de azules cobaltos y también celestes y turquesas. Ya sea por la experiencia de ver la ballena franca austral, las orcas o el avistaje de aves y también otros mamíferos marinos, miles de turistas de todo el mundo se registran en el puesto “El desempeño”, en el ingreso a la parte más escuálida del istmo que conduce al área resguardada. 
Pero sin tantas distinciones internacionales, y ocultos tras los alambrados de la propiedad privada, el mismo continente de Valdés distingue al menos tres áreas de tonalidades más bien blancas y rosadas, terrenos que en apariencia no tendrían tanto que ver con la generación y resguardo de la vida. O tal vez sí, quién lo sabe.
Los salitrales de la península son formaciones por debajo del nivel del mar; que refractan la luz solar y se distinguen sus resplandores desde las ripiosas rutas 2 y 3 que pasan distante a cuatro o cinco kilómetros de los bajos de salitre.
Una vez en el piso duro de la sal compacta (parecido a una sola placa petrificada) las sensaciones primarias son de agravio, de ignorancia, de estar en otro mundo. A pesar de estar rodeados por alambres, las salinas se pueden alcanzar caminando, a fin de cuentas el mejor sistema de transporte que posee el hombre y el cual le ha ayudado a cruzar las montañas más altas o los desiertos más extensos. Por acá tiene que ser igual. Pero claro, también hay que sortear en este caso a los guías de turismo prohibitivos e ingresar sigilosamente (el sólo espantar las ovejas de un lote a otro, o de una ladera a un llano puede alertar a los peones o ganaderos –no hay que perder de vista que se está en una “propiedad privada”).
Paralelo a las huellas del interior de las estancias, pero alejados unos cuantos metros, y sorteando algunas elevaciones menores pero más o menos empinadas, se desciende a Salina Grande, un salitral de casi 40 kilómetros cuadrados y nada menos que a 42 metros bajo el nivel del mar. En el trayecto matuastos y piches cruzan raudos por entre las matas; matas que al acercarse al salitral empiezan a perder altura y exuberancia, hasta casi desaparecer por completo salvo en una suerte de islotes a lo largo de la franja circular que da inicio a la laguna de sal. Los tallos son rígidos, también salpicados de sal.
La denominada Salina chica es más accesible: a unos 800 metros de la ruta, sin tranqueras ni alambrados y sin cerros que se interpongan entre el camino y el desierto salino. Junto al propio salitral se anticipa una enorme laguna de fondo arcilloso. Las huellas de vehículos se distinguen cruzadas, con algunas contramarchas, encajadas y patinadas. Nada, ni las huellas mismas ni otros vestigios permiten suponer cada cuánto son visitadas, ni por quienes.
Más fantasmagórico resultan las bolsas de cemento abandonadas en la salina mayor, abiertas la envoltura de papel por la furia del viento y concretizadas por el agua de las esporádicas lluvias del lugar. Se suma al paisaje marciano, un colectivo abandonado, con colchones de goma espuma desgajados, latas de petróleo y chatarra dispersa al costado de una vieja salmuera que servía para obtener la preciada sal. Nada, se insiste, permite interpretar una fecha de lo que podemos entender como “presencia humana”.
Desde 1898 hasta 1916, la sal que se consumía en los restoranes de la zona norte de la provincia y también en los hogares provenía de la península. Alrededor de 40 personas vivían del mineral y se había extendido una línea férrea de trocha angosta de 34 kilómetros que unía Salina Grande y Puerto Pirámides, desde donde finalmente se embarcaba la carga para llevarla a la ciudad principal de la región (Puerto Madryn).
La explotación comercial de la sal determinó el asentamiento poblacional: Pirámides es la localidad costera de la península: vive ahora del turismo, fundamentalmente de los meses que la ballena franca austral se aparea y tiene sus crías en el golfo Nuevo y golfo San José que encajan por el sur y por el norte a la península. La villa también vive de la playa durante la temporada de verano. En la calle principal del pueblo se puede ver algunos de los carros ferroviarios que traían la sal, montados en un tramo de vía y oxidados por el tiempo pero también por el persistente salitre.
A medida que se camina para llegar a los salitrales, las zapatillas se van tiñendo de blanco y la goma se seca con una costra salina que parece quebrarlas. Las matas ralas se cubren también de sal desde la mitad hacia el final de su tallo, y el sabor propio de este mineral empieza a sentirse en la lengua y por sugestión lagrimean los ojos. A gran altura, un chimango planea en espiral en busca de su alimento: estamos en el centro de la laguna de sal y aunque el silencio es casi absoluto, el sol refractado se asemeja a un cielo estrellado pero a plena luz del día, y escuchando por sobre todas las cosas las pulsaciones del corazón, el vuelo del ave desecha la hipótesis del comienzo: en los salitrales de la península también se encuentra y resguarda la vida.


sábado, 2 de noviembre de 2013

Polen

Con la vista hacia el horizonte, pero sin mirar, sin prestar atención por dónde se ocultaba el sol, Juan permaneció sentado en una silla clueca y en silencio. Habían pasado algunas pocas horas desde que arrojó el puñado de tierra negra contra la tapa del cajón, giró sobre su propio eje y se marchó del cortejo sin esperar a nadie ni explicar los motivos obvios.
No había en su semblante ninguna demostración de tristeza pero si un ánimo de parquedad, una moderación extrema en el contacto con la gente, basando sus conversaciones en monosílabos, y preguntando y respondiendo sólo si le hacía alguna extrema falta.
Juan fue el hijo, sobrino, primo, nieto y bisnieto de una extensa familia compuesta durante dos décadas por 56 parientes nucleares, incluida dos criadas y la fiel Adela, una anciana que se instaló en la modesta cabaña rural con un valijón de cuero y una estatuilla de la virgen luego de ser abandonada por su cuarto esposo.
Salvo los primeros tres entierros en los cuales aun era muy chico –el de su bisabuela materna, su abuelo paterno y su tío Enrique que murió de tristeza y paperas--, Juan fue el encargado de enterrar a los 52 parientes que ya existían cuando él nació en el moderado invierno del 59. Por eso, alguna vez ya se había hecho esa pregunta, cuando tendría alrededor de veinticinco años.
Naturalmente. Me correspondía a mí hacer cumplir el derecho familiar de terminar todos en esta tierra. Estanislao creo que no se lo había preguntado jamás, ni siquiera cuando un instante antes de expirar tomó con fuerza mi mano y no la de Eugenia, y quiso balbucear algo que quedó atrapado entre la saliva mocosa y la falta de oxígeno.
Estanislao era el cincuenta y cuatro de los cincuenta y seis que vivieron esas dos décadas sin mayores novedades. Mientras que Juan el cincuenta y seis de cincuenta y seis, fue el último de las generaciones contiguas. Sin embargo creció sin siquiera suponer el destino que tenía reservado. El primer entierro, donde al tío Octavio tuvo que cumplirle con su última voluntad de una buena farra alrededor del féretro, pasó inadvertido para Juan que de ahí en más, tácitamente, sería el encargado de los funerales cuando recién corría el año 73 y tenía catorce años prematuramente maduros.
Con Estanislao habían cultivado una amistad parental llena de complicidades. Profesaban el mismo humor escueto, un humor que definitivamente Juan perdió con la muerte de él.
Sólo su nieto mayor, Alejandro de trece años, lo intuyó en las últimas horas: su abuelo se sentía como muerto desde que desprendió el terrón y concentró por un instante la mirada en la nueva generación de parientes, los granos duros de polen que tendrían que repetir la historia de tragedias e indisimuladas victorias. Alejandro comprendió, con una perspicacia heredada de su propio abuelo, que Juan ya había cumplido con el propósito manifiesto de su familia y esperaba que ahora alguno lo hiciera por él: descansar para siempre, a pesar de todos los prestigios vencidos, en la tierra que por más de un siglo y medio consideraban como propia.

sábado, 28 de septiembre de 2013

La vida es una cosa buena

Las lecciones que aprendimos y las personas que nos han enseñado algo. Ya fuera caminar, pedalear la bicicleta, las tablas de multiplicar o simplemente a confiar y por el solo hecho de saber que algo hemos aprendido y que alguien nos ha enseñado nos revela que la vida en sí es una cosa buena.
La pila de amigos que hicimos, algunos más o menos efímeros, los que tenemos la certeza de que son para siempre, esos que nos recordaron todo lo bueno y esfumaron todo lo malo, aunque hayan cambiado, se hayan ido lejos o nos hayamos enojado irreconciliablemente pero  por el solo hecho de haberlos sentido como amigos nos demuestra que la vida es una cosa buena.
Los libros de García Márquez, el ron cubano, el gol de Maradona a los ingleses, Casimiro tirando caramelos desde el avión, el viento, la lluvia, la poesía y la pintura, las aves migratorias y los frutos de invierno nos recuerdan que la vida es una cosa buena.
Los amores y los amoríos, los que llegamos a desnudar y los que nos dejaron como un trompo, los que remamos hasta creer que era posible, los que tuvimos miedo de confesar, los primeros besos y hasta los besos que cerraron historias confirman una vez más que la vida es una cosa buena.
Las rebeldías, los placeres insalubres, los bolsillos amplios y hondos, la invención de la rueda y el humus no nos permiten ninguna coartada: la vida es una cosa buena.
El mar, la fotosíntesis, cuando nos dejan pisar el césped, las explicaciones simples, las maravillas inexplicables y los tozudos en explicar cualquier cosa, la increíble teoría del color, el verano y hasta los que se juegan el lomo por una causa justa nos dejan sin escapatoria: la vida es una cosa buena.


jueves, 19 de septiembre de 2013

Cementerio de barcos

Los barcos parecieran estar depositados así sin más, sin ninguna lógica, sin ningún sentido. Más o menos torcidos no sólo exponen su deterioro y capitulación: oxidados, rajados por debajo y por encima de su línea vital, con cuerdas como tripas, amontonadas y penetrando por los intersticios. Desangrados.
Algunos parecen mayores y no sólo por su tamaño: las cubiertas repletas de sistemas, guinches, rond
anas.
En uno se delata otro alfabeto, de otro hemisferio pero sucumbido en estas latitudes.
Las piedras empujadas por la marea van cubriendo minuciosamente los fierros mientras simultáneamente se pican por la sal. Mallas de tela cuelgan por la popa del "María Dolores", las gaviotas se posan en los mástiles y una paloma se cuela por la ventana rota del puente del "Santa Clara". Desguazados pacientemente por el mar
.








domingo, 8 de septiembre de 2013

El río Senguer y el Eternauta

No fue casual la elección del guionista Héctor Oesteheld cuando en Eternauta ubicó una zona de seguridad a lo largo de la franja del río Senguer. En su obra más citada, esa donde un grupo de cinco argentinos enfrentan a una invasión extraterrestre en la que entre otros desafíos tienen que sortear una nevada extraña y mortal con trajes impermeables, los resistentes no tienen muchas opciones: o creer en las recomendaciones del exterior que captan por un transmisor de radio, o rechazar cualquier contacto con otros seres humanos en un momento catastrófico donde impera la ley de la selva y sino la ley del invasor (un ser superior con armas desconocidas y traumáticas).
Eternauta es una historieta pretensiosamente premonitoria para los intelectuales nacionalistas de la década del 50. En el mundo de la Guerra Fría y las dificultades de la Tercera Posición, hay que unir al pueblo para enfrentar al imperialismo, la invasión foránea.
El primer ataque fue una suerte de nevada radioactiva que apenas hacía contacto con las personas las liquidaba.
Aunque en el desenlace la zona de seguridad vacila entre una suerte de trampa y un artilugio invasor, Oesterheld imaginó que una buena zona de seguridad en la Patagonia, replicando lo que pasaba en otras partes del país y del continente, era el curso del Senguer. Este río que nace en la cordillera y concluye en los lagos Musters y Colhue Huapi tiene una serie de ventajas geográficas aprovechables para los sureños que si bien están bien acostumbrados a las nevadas, no eran muy duchos en esto de invasiones imperialistas en los años 50.
El Senguer recorre de oeste a este el centro geográfico de la región austral. En sus orillas se desarrolla una ancha franja de terrenos fértiles, arbolados y aptos para las actividades humanas. La posición equidistante entre los dos extremos de la Patagonia fue tal vez un aspecto central para un Oesteheld que además de un intelectual comprometido era un vasto conocedor de la geografía nacional. El Senguer podía conectar, además, fácilmente a los habitantes cordilleranos, los del litoral atlántico y por supuesto los del área central.

Desde el alto río Senguer, con su afluente lago La Plata, hasta la ciudad de Sarmiento con sus dos lagos hay una extensión de casi 350 kilómetros que niegan la fama desértica del territorio patagónico. Oesteheld también escribía para alertarnos, y en buena hora podemos recordar este pasaje del Eternauta que se ha mantenido desconocido a muchos de los propios patagónicos.    


domingo, 1 de septiembre de 2013

Epifanía en 88 palabras

De todas formas siempre resultará peor para ellos. Cuando más nos maten, más nos fusilen, más nos torturen, más nos quieran desaparecer más fuerte será el contraste, peor resultarán sus performances, más hondas serán las diferencias, más visibles serán sus miedos, más estériles serán sus odios, más precarios serán sus pergaminos y nosotros más reviviremos mientras más muertos estarán ellos. El funebrero que eligieron ser es un pobre, el más pobre de los pobrecitos, que cava su propia tumba sin poder nunca dejar de ser un pobre pobre.

lunes, 19 de agosto de 2013

El-lal, el dios engañado

El-lal es el héroe superior en la creencia de los Tehuelches. Las dificultades de conservación propias de la tradición oral de esta cultura no permiten reunir en un todo univoco y coherente su historia; sin embargo, los ancianos coincidieron en rescatar varios elementos que se conservan hasta hoy: su procedencia de una isla mítica ubicada hacia el oriente, que El-lal sobrevivió al afán de su padre Nosjthej por devorarlo, que fue amigo de un cisne que lo trajo hasta estas tierras y haber sido no sólo quien creó a los hombres Tehuelches, sino que fue quien brindó los elementos necesarios para vivir en la Patagonia. El-lal finalmente se alejaría de su propia creación tras ser engañado por el Sol y la Luna, quienes temerosos de él no querían que se case con la hija de los astros.
De los relatos originarios se desprende que El-lal no era un dios único, sino el dios propio de los Tehuelches. Nació en una isla creada de un suspiro por Kóoch, otro dios creador de una isla de gigantes, ubicada hacia el oriente de la Patagonia. Antes de nacer El-lal, uno de esos gigantes y padre de él (Nosjthej) abrió el vientre de la mujer-rata (su madre) para devorarlo, pero Ter-Wer, su abuela ratón, lo refugió en una cueva salvándole la vida.
Los relatos son contradictorios sobre varios pasajes de su historia. Una de las historias relatadas sostiene que antes de marcharse de la isla nativa, cuando El-lal ya era lo suficientemente fuerte, se enfrentó ferozmente a su propio padre a quien dio muerte liberando así a las especies que habitaban su tierra original. Sin embargo, otros ancianos manifestaron que fue la propia Ter-Wer quien convocó al cisne (Kóokne) quien lo llevó, escoltada por bandadas de aves y otros animales acuáticos hasta la Patagonia siendo en ese momento todavía un niño.
En esta tierra desamparada, hasta ese entonces sólo conformada de hielo y nieve, el cisne refugió a El-lal en la cima del cerro Chaltén y tomó, recién ya en esta tierra, solo tres días para crecer y ser lo suficientemente fuerte. Al cuarto día, El-lal bajó por la ladera y se enfrentó a la unión del frío (Kókeshke) y la nieve (Shie), y los derrotó tomando dos rocas del suelo, golpeándolas entre sí e inventado uno de los elementos que legaría a los Tehuelches: el fuego.
Al descubrir la soledad de esta tierra, El-lal creó de una bandada de cisnes a los hombres nativos a quien les enseñó a cazar otras especies de animales que también poblaron la Patagonia cuando siguieron al cisne que traía a El-lal de la isla de Kóoch.
El explorador Ramón Lista también tuvo de primera mano el relato de un anciano quien le contó esta historia. Según escribió en su libro Los indios tehuelches, una raza que desaparece, El-lal purgó esta tierra de otras fieras mayores, enseñó a los indios el secreto del fuego, enseñó la fabricación de armas como el arco y la flecha, y enseñó cómo cazar animales para alimentarse y abrigarse.
Satisfecho de su obra, El-lal deambuló por esta vasta tierra sin mayor propósito hasta que luego de vencer al gigiante Goshg-e (otro ser fantástico) se enamoró de la hija del sol y de la luna. Los dos astros, temerosos del poder de El-lal, no se opusieron al casamiento. Ramón Lista describe este momento:

“El-lal vuelve a ser omnipotente: solicita en matrimonio a la hija del sol y de la luna; pero éstos, no atreviéndose a rechazar abiertamente la alianza, se valen de un subterfugio para no acceder a la demanda: una sierva joven toma el vestido y el nombre de aquélla; los emisarios de El-lal la reciben y conducen al lado del Héroe, quien luego nomás descubre el engaño: su voz entonces truena contra el sol, y su arco le amenaza con las flechas más agudas…”[1]

El engaño demuestra su naturaleza: el dios de los Tehuelches no es perfecto, ni omnisciente y ni siquiera omnipotente como nos cuenta Lista. En todo caso, fue su aguerrida voluntad la que hizo vencer tanto a su padre y al gigante Goshg-e, y también le dio la facultad de poder crear al hombre y enseñarle generosamente los elementos esenciales para la vida.
Lista también nos cuenta su final en la tierra austral:

“Metamorfoseándose en aveccila; reúne a los cisnes sus hermanos; pósase sobre las alas del más arrogante, y en bandada rumorosa va a través de los mares, hacia el este, descansando en islas misteriosas que surgen de las ondas heridas por sus flechas invisibles”. [2]

A pesar de la narración de Lista, escrita a partir del relato del anciano Papón, también existen divergencias sobre el final mitológico del héroe. Algunos textos recuerdan que fue el mismo cisne amigo, el que lo trajo hasta esta tierra, quien lo devolvió hacia el este. Pero salvando las diferencias anecdóticas, El-lal, el dios de nuestra cultura nativa, el dios engañado, se habría alejado de los hombres hacia el océano Atlántico, perdiéndose justo donde se funde el cielo con el mar.      




[1] Lista, Ramón, Los indios tehuelches, una raza que desaparece, Patagonia Sur Libros, 2006.
[2] Ibídem.

sábado, 3 de agosto de 2013

El zorro estepario

Un zorro colorado se oculta entre la flora de la estepa patagónica
Se podría decir que el zorro es un animal prestigioso. Su comportamiento solitario, la capacidad de adaptación a ambientes hostiles, más la sagacidad y cautela para la caza ha llevado a que se lo identifique con la astucia, es decir ese atributo de poder engañar y sorprender para sobrevivir y salirse casi siempre con la suya.
Sin embargo en la Patagonia también es un animal repudiado: en el 2011 se pagaba 100 pesos por cada cuero al peón que combate al zorro colorado. Los gobiernos provinciales y la sociedad rural promocionan la caza de esta especie para proteger la extensión ganadera. Sin embargo el zorro colorado está lejos de extinguirse.
Es el zorro colorado una variante de la especie de cánidos que se extiende a lo largo de Sudamérica. No obstante, es en la Patagonia donde encuentra su mayor extensión territorial hacia el este, favorecido por la baja densidad demográfica y por la presencia de ganado de carácter extensivo que le aseguran alimento durante todo el año y a lo largo y ancho de la región austral. Se lo identifica de otras especies similares (como el zorro gris, de menor tamaño) por presentar una coloración rojiza en las patas y en la cabeza, mientras que el vientre, cuello, boca y lomo son por lo general de color blanco, gris y negro.
Durante los meses de agosto y octubre es el tiempo de apareamiento y reproducción. Por lo general nacen camadas de entre 3 y 5 crías, pero en algunas ocasiones se han encontrado madrigueras con hasta ocho ejemplares en guaridas naturales o cuevas construidas por ellos mismos.
A pesar de la presencia del puma (único predador natural del zorro, aunque en una población notablemente reducida) y de la vocación de los humanos por exterminarlos, el zorro se la ha rebuscado para continuar viviendo entre los bosques y la estepa patagónica.
Su alimentación primordial son los roedores, liebres, aves y carroña por lo que hasta el siglo XIX esta especie se lo encontraba reducido sobre la franja de la cordillera andina. Pero la extensión de la ganadería ovina y la introducción de la liebre europea le aseguró al zorro otros alimentos en terrenos más hostiles como la fría e inhóspita estepa.
El zorro tiene hábitos solitarios. Recorre grandes extensiones de campos abiertos, pastizales y bosques por lo general a partir de las horas del crepúsculo y hasta el amanecer en un terreno promedio de 10 kilómetros cuadrados. Sólo comparte el territorio un macho y una hembra para fines reproductivos; y será el macho quien se encargue de alimentar tanto a las crías y a la hembra llevando comida a la madriguera.
El zorro es un animal celoso de su territorio y lo defienden de otros ejemplares de su misma especie con su mayor ferocidad. En el extremo de la cola, al final del pelaje oscuro, cuenta con una glándula odorífera que utiliza para marcar su área de caza. Este amplio territorio no se solapa nunca con otros zorros salvo para los fines reproductivos.
Su carácter sagaz y su astucia le sirven para incluso quitarle la comida a otros animales mayores como el propio puma, lo que ha generado la admiración de los naturalistas. Su hábito de caza se caracteriza por una especial cautela para identificar su presa, paciencia para encontrar el momento oportuno y acercarse de manera sigilosa, casi imperceptible ayudados por sus sentidos de la vista, el olfato y el oído agudamente desarrollados. Al momento de atrapar su alimento, el zorro es letal y puede alcanzar una velocidad de hasta 50 kilómetros por hora.
Más allá de que los gobiernos locales y las sociedades ganaderas buscan alternativas para “el control y monitoreo” de la especie; los estudios muestran que el despoblamiento de las estancias y la estepa ha contribuido a que nuestro envidiable zorro colorado haya incrementado su presencia en la Patagonia en la segunda mitad del siglo XX.
Los estrategas de la ruralidad han propiciado la caza furtiva, diseñaron pinturas disuasorias para maquillar a las ovejas, sembraron de trampas la región, colocaron alambres especiales y hasta matan las crías en las madrigueras. Pero a pesar de todo el esfuerzo del hombre, el astuto zorro, cuando comienza a ocultarse el sol, entre las matas achaparradas, y confiado en sus agudos sentidos, sale a conseguir su presa, cauteloso y paciente, para salirse una vez más con la suya.   

Mantienen un espacio de caza de 10 kilómetros cuadrados; solitarios y nocturnos
  

jueves, 20 de junio de 2013

Otoño y estepa

O hay una coherencia tonal, coherencia causal, morfológica o si se quiere una coherencia tautológica y hasta contradictoria. Es el comúnmente llamado "Tiempo y espacio", "aquí y ahora" o esta variable personal y austral: "Otoño y estepa". Una forma de escape a todos los agobios

domingo, 16 de junio de 2013

Ruta 3

El portazo que dio Alejandra sonó definitivo. Las ventanas del frente de la casa vibraron y desprendieron parte del hielo que se había formado en el exterior de una noche de otoño en la Patagonia.
Darío yacía en el sofá, recostado con el torso desnudo y un jean gastado, el brazo izquierdo estaba tendido hacia un costado. Darío estaba devastado, incluso más que Alejandra.
Cuando ella se retiró por la puerta del patio interior y bajó la escalera, se encerró un segundo en el auto. Todavía no sabía bien cuál era su plan (tal vez ni siquiera lo tenía).
Sin pensar, encendió su auto que carraspeó antes de ponerse en marcha. La noche estaba despejada pero gélida, luminosa y con una aureola en los postes de luz de las cuadras de la ciudad. Presentía que por fin tenía que irse lejos; lejos y para siempre.
Tomó la ruta 3 hacia el sur; por el rumbo que más conocía. Sin remordimiento pensó que Darío podía ir a buscarla y se autoconvenció: “Qué importa, de cualquier manera da igual”.
Los primeros cien kilómetros la acompañó un amanecer tardío, pero ella sólo iba con la mirada fija en el horizonte, en la ruta de dos carriles que le parecía interminable. Ni siquiera advirtió la luz anaranjada de emergencia del tanque de nafta.
A los 40 kilómetros después de la estación de servicio, en medio de una estepa amarilla de matas bajas, el auto se detuvo.
Intento llamar a un auxilio; pero el teléfono de emergencias de la ruta no funcionaba. “Quién sabe desde cuándo”, pensó Alejandra. Ni siquiera tuvo ánimo de insultar a la vida, ni al país ni a nada que se le interpusiera en su propósito.
Ya no hacía tanto frío, y el sol iluminaba una mañana apacible. Ni siquiera en ese momento Alejandra tuvo el desdén de mirar atrás. Tomó su cartera y continuó, caminando por el mismo rumbo que había comenzado.      

viernes, 7 de junio de 2013

Reminiscencias de pueblo e historia


Desde la ferretería de mi viejo hasta el hotel de mi abuela había sólo una cuadra. Un mediodía, mientras en ese trayecto sorteábamos las baldosas rotas de la vereda, un primo me preguntó: “¿Cuánto es cinco más tres?” Habré respondido "doce", pues era un número que sonoramente me gratificaba. Aunque soy sincero, es un recuerdo demasiado vago el que tengo ahora.
Es en un valle al que siempre es más lindo si se mira hacia el oeste, desde donde nos llega el viento. Por ahí queda este pueblo. Casi siempre fuimos un conjunto de casas desparramadas, distanciados por baldíos de yuyos y alacranes, y tres o cuatro calles cementadas. Cuando aprendías a andar en bicicleta sólo te prohibían una cosa: no cruzar la avenida San Martín. 
La avenida era en realidad como dos calles unidas, con unos boulevares de césped y pinos (en alguno hay una virgen y en el otro un monumento a la guerra; claro, también lo hay de un agricultor). Actualmente, con algunas más y otras menos cosas, luce francamente igual.
Por alguna razón, la fotografía de paisaje –es decir, del paisaje sin más—tiene poco prestigio. Pero qué hay cuando eso tiene tanto que ver con uno.
*
Como muchos otros pueblos y lugares, su nombre fue cambiando a través de la historia. Primero llamaron curiosamente a este páramo (más que a este pueblo) Valle ideal: una depresión geográfica en medio de la meseta patagónica con dos de los lagos más extensos de la región (sólo superados por el lago Buenos Aires, en la provincia de Santa Cruz) y un río cuyo nombre termina con una enigmática doble r final, fueron razones suficientes.
Fue Francisco Pietrobelli quien bautizó así a este valle en 1888, y estaba tan convencido de que era su tierra prometida que el italiano se tomó el trabajo de convencer a cinco familias galesas y una lituana para que lo acompañaran en el propósito de poblar la zona sur de lo que hoy es la provincia del Chubut. Antes de los primeros colonos europeos, la tierra era un terreno frecuentado por grupos nómadas tehuelches, quienes adoraban las bondades de este lugar (los vestigios rupestres entre la sierra del San Bernardo delatan esa simbiosis entre lo natural y la cultura nativa).

El lago que hoy se llama Musters fue bautizado así en honor a un explorador inglés que recorrió la Patagonia como un auténtico tehuelche o tzóneka. Sin embargo, y en honor a las grandes verdades, los tehuelches ya reconocían a este precioso espejo de agua como Otrón, homónimo del mismo cerro que orilla el lago y que hoy los habitantes del pueblo lo identifican como Cerro Pastel. De hecho, este lago ya tenía también una explicación sobre su origen, y adoraban y respetaban esta enorme fuente de vida sin importarles tanto cómo se tenía que llamar.

Pero lo cierto es que George Musters ni remotamente pasó por este lugar ni por este lago. Jamás. Es más: nunca supo de él mientras recorrió por el Oeste, con un derrotero de Sur a Norte, la región patagónica en busca de lo que los tehuelches llamaban el País de las manzanas. Sin embargo, Musters sí conoció e identificó el principal afluente del lago: el río Senguerr, o "Senguel" según sus mapas. El explorador intuyó y describió con asombrosa exactitud el recorrido probable que tenía el curso de agua, incluso su unión con el río Chubut. Imaginaba incluso que ambos cauces desembocaban juntos en el Océano Atlántico. De lo único que fue incapaz de advertir el naturalista, fueron la existencia de estos dos lagos, hoy enormes puntos referenciales del centro de la Patagonia.
También el lago Colhue Huapi, que es una gran laguna de baja profundidad, tiene su propia leyenda. Su nombre sí obedece a un término nativo: es voz mapuche que significa Isla de Tierra Colorada (Colhué significa "lugar rojo o rojizo"; Huapi se refiere a "isla"). Según me contaban, lo que parecería más bien una leyenda, hay infinitos vestigios de culturas ancestrales hundidos en sus turbias y gredosas aguas.
*
Hacia 1895, la comunidad galesa de Gaimán pidió al gobierno nacional que  se fundara una colonia entre las orillas de los dos enormes lagos. Dos años después, al caserío que formaban 17 familias pioneras, se lo decretó con el nombre de Colonia Pastoril Sarmiento. Aunque el término “colonia” genera una caliente polémica entre los propios sarmientinos, la historia le asiste al nombre con una razón pero también con una excusa: aun reconociendo la preexistencia de las culturas originarias, fueron galeses primero, luego polacos, lituanos, italianos y otros europeos quienes llegaron para habitar sesudamente este lugar de manera permanente y sedentaria.
Y ahora la excusa: las colonias pastoriles no se llamaron así en razón a las garras de ningún imperio extracontinental, sino (aunque quizás no menos violento) se trató de una política del Estado argentino para reducir a los indios, acostumbradas a una vida nómada, sustentada en la caza y la recolección. Es decir, lo que logró el Estado fue imponerles la cultura del sedentarismo, otra lengua, otras creencias y cosmovisión, resumidas en la idea de la propiedad privada, una concepción bastante lejana a la cultura Tehuelche.
Mucho después, hacia el centenario de este pueblo, las teorías nos convencieron de un "encuentro" entre dos culturas. Presumiblemente la versión interesada sirvió para aportar al acerbo ideológico. Claro que hasta este lugar no llegaron los máuseres de Roca; pero el alambre ya resultó suficiente y cuesta encontrar descendientes nativos con alguna buena extensión de tierra propia.
Incluso, en la plaza "Centenario" de Sarmiento, se celebra un hipotético y mitológico encuentro entre las dos culturas. Una madera tallada con una posible silueta de hombres con galeras a caballo, alguna carreta, y en el otro hemisferio otros hombres a caballos también, pero con lanzas, el pelo extendido y con sus quillangos. 
*
Muchas historias se cruzan y contradicen en sus más de cien años de historia. De ser el Valle ideal a ser un pueblo excomulgado por la Iglesia por insultar y mear la virgen de la parroquia del pueblo. Se decía que Sarmiento tenía una condena de al menos un siglo; pero después llegaron los buenos años de la bonanza y ya nadie creía en la supersticiosa condena, había quienes ni se acordaban de ella, y mucho menos creían en los evangelios (incluso actualmente hay gobiernos que juran por ellos sin temor a ninguna represalia) y menos que menos creen en sus representantes terrenales.
Mi familia llegó acá en busca de suerte hacia la década del 40, conducidos en ferrocarril y con escalas en El Tordillo y otras estaciones. En uno de los cajones del living de mi casa nativa hay fotos de la familia y de los paisajes de mi pueblo. En realidad: simultáneamente de nuestra familia en esos paisajes. Es decir, no los distinguíamos al paisaje y a la escena familiar hasta mucho años después. Sin embargo, siempre fueron mejores postales nuestras desarrapadas experiencias en la nieve, en el lago, en el bosque petrificado y en el puro campo. Aunque fuéramos muy pero muy poco fotogénicos Sarmiento nos regalaba todo eso.  

domingo, 12 de mayo de 2013

Malvinas en una sola foto

Foto de Mabel Outeda, 19/6/1982

La guerra de Malvinas se puede contar de muchas maneras. Se puede contar cronológicamente escogiendo el punto de partida en 1833, o el 2 de abril de 1982, y hasta llegar al 14 de junio de ese año. Se puede basar un relato en frías estadísticas.
También se la puede narrar desde las opiniones: "Un reclamo justo en una guerra absurda", "una aventura militar de la dictadura", "una jugada política de un régimen deteriorado desde todos los puntos de vista", y hasta quienes la justifican y reivindican.
La guerra de Malvinas es como una herida que nunca termina de cerrar y siempre termina volviendo. Y los relatos son parte de ese recurrente volver.
También he visto muchas fotografías de Malvinas: chicos cagados de hambre, cagados de frío en un pozo de zorro, cagados de miedo y hasta contentos. He visto pertrechos desparramados, armas oxidadas, destruidas y amontonadas. Semblantes de mártires del espíritu nacionalista, del cementerio en Darwin y hasta del poderío militar inglés. Había visto de todo, y hasta leído el informe militar argentino sobre la derrota, los errores, las torturas y el desequilibrio mental de la junta militar[1]. También leído libros periodísticos, históricos, manuales escolares y hasta coincidentes relatos en primera persona.
Sin embargo, recién en estos últimos meses vi el resumen más perfecto de esa herida sangrante que más de tres décadas después sigue siendo la guerra de Malvinas.
La vecina madrynense Mabel Outeda, logró captar todo el significado y todos los hechos de la guerra de Malvinas en una sola foto. Fue el 19 de junio de 1982, cuando más de cuatro mil soldados argentinos llegaron al continente luego de la guerra. Entre los soldados arrimados a la puerta del camión militar y vecinos de la ciudad alcanzando una tira de pan se conecta mucho más que una baguette.
La recepción ciudadana, el emocionado beso de un soldado consciente, la desobediencia civil a una dictadura militar, la ciudad que se quedó sin pan, la llegada al continente de soldados maltratados por la guerra, cruzados por el hambre, el frío y lo que sea; la solidaridad patagónica. Hay miles de maneras de reflexionar y narrar sobre Malvinas; pero por el contenido simbólico, histórico y dramático la foto de esta vecina de Puerto Madryn la escojo porque resume mucho más de todo lo que se ha escrito, analizado, opinado y hasta incluso fotografiado. Es una fotografía que por su propio motivo seguirá volviendo, recurrentemente. 




[1] Referencia al Informe Rattenbach, un análisis militar, diplomático, histórico y político
que hicieron los militares sobre todo el desarrollo del conflicto del Atlántico Sur.

martes, 26 de marzo de 2013

Moscardón


La escena está detenida, todos en pausa, congelados en sus tareas. El único que continúa móvil soy yo y extrañamente también una luz titilante y amarilla de la impresora. Elvio también está inmóvil claro, frente a su monitor encorvado hacia el teclado y con el índice congelado en dirección a la tecla espaciadora. Marlen con su mano en el mouse y mirando fijo el monitor. Marisa también está congelada, pero con los brazos a medio alzar y las manos detenidas cuando se frotaba ambos lados de las sienes, estancada en un gesto de queja, con los ojos cerrados.
El moscardón de la redacción es otro de los que puede revolotear y se escucha muy levemente el resuello de su zumbido en el mientras tanto de esta escena paralizada. Mi lapicera se me cae de entre las manos, choca contra el suelo, rebota y vuelve a caer, y es justo en ese segundo golpe cuando arranca la función: el ruido de los teclados, el televisor a muy bajo volumen, las offset de planta baja susurran al igual que la calefacción por aire caliente, se da el chirrido de una silla y la impresora toma y vomita papeles de matrices sin parar. Es el momento más caliente del cierre, todos en sus tareas.  
En el Periódico de Marisa, la directora Clonazepán resolvió que a partir de la gripe H1N1 no se puede compartir el mate. “En LU 17 lo hacen hace tiempo, pero en realidad para que no se pongan a conversar en grupo”, se diferenció con la radio golfina. Eso lo dijo el otro día.
Como estaba parado en medio de la redacción del periódico, giro sobre mí y bajo la escalera donde El Tío, quien me dio la sensación que hasta recién también estaba detenido, alza la vista por sobre los anteojos y me mira. Está escribiendo un tango sobre los “Nadies”. Me mira porque lo se, y entonces se sonríe. También sonrío.
Me puse a pensar que tenía una ventaja, leve, minúscula, pero ventaja al fin: seguí vivo durante ese instante. Le pregunté a El Tío si el barco se hundía, y salió gritando hacia el fondo, proclamando que “¡el barco se hunde, que nos vamos a pique!”. Volví a quedar pensante: él seguía más anticipado: supo antes que todos que de alguna manera, o de varias maneras, todo esto se iba al carajo. Tal vez El Tío tampoco se había quedado inmóvil.
La edición de mañana sale a destiempo; pero nadie lo notará demasiado. Un profesor de periodismo me lo dijo, a las once de la mañana el diario sirve para envolver los huevos de la despensa. Yo pensaba algo parecido, o algo complementario: hay que tener cuidado en cada línea que uno escribe, tiene que realmente valer la pena porque después de todo, se talan árboles para la estúpida nota de chusmerío político. La directora Clonazepán, está convencida que es periodismo, y al parecer por eso, contradiciendo el acto heroico de nuestro papel de todos los días, nos rompe los huevos.
La escena se congela una vez más. El Tío estaba por volver del fondo donde había salido gritando y ahí, congelado con una sonrisa fuera de sí, lo veo un poco partido. Se lo hemos dicho ya que está loco, y él sólo sonríe. En uno de los costados de la puerta del diario, las ediciones anteriores se acumulan sin vender. A diferencia de la situación anterior, nada vuelve a revivir, parece aquietarse para siempre. Quise regresar y no podía, mis manos se quedaron semi extendidas hacia el frente y mi cara ladeada hacia mi derecha. Todos estábamos paralizados; pero hacia el final noté que el moscardón continuó revoloteando.

martes, 19 de marzo de 2013

Fin del Estío



Reencontrarse con uno mismo, esa idea recurrente. Me desprecio cuando empiezo a escribir sin humor, pero acá estamos.
Este maldito espacio que pretendió ser un modesto tributo a Gabo empieza a ser un idiota diario personal. Lo absurdo es que ya otras veces sentí esto mismo. Irremediablemente quiero llamar la atención.
El panorama no es bueno: muchas horas de trabajo, presiones infundadas, desgaste, desmotivaciones profesionales y la sensación de que uno está engañado y solo.
Ahí parece que voy descubriendo el problema. Fue en ese momento que me traicioné, llevado por una fiebre que creía haber olvidado y despreciado.
Y ahora, en este momento breve; con el golfo que se abre y parece infinito, una cámara de fotos, esta libreta y Carver esperándome, casi como sus personajes. El verano ya se empezó a ir y como siepre lo va siendo de viejo.

domingo, 17 de febrero de 2013

De las tristezas mal curadas


Seguramente mi abuela materna habría tenido esta misma hipótesis: lo más difícil de ocultar y sanar son las tristezas mal curadas.
Pésima medicina esa de creer que con una poción de esto y aquello puede sanar ese remordimiento compasivo –a veces maliciosamente autocompaisvo—de que todo huele a fruta disecada. Pues es lo inerte que nos desahucia y nos deja apesadumbrados porque a pesar de que el cuerpo se mueva presuroso y hacia muchos lados fue la vida cuando se nos quedó en esa misma baldosa, esperando quizás que nos vuelvan a buscar.
Ningún catarro podrá disimular ese cuerpo de aspecto carbonizado que aunque le pongan tres o cuatro accesorios suntuosos para disimular sigue siendo preso de un mal de amores, de traiciones, de rencores o de algún olvido.
Pretencioso de hallar la cura, di con un brujo involuntario que a quien bien se lo sabe pedir, entregó el secreto del remedio indicado: la única forma de sanar una tristeza mal curada es atrapando una mariposa blanca revoloteando en el aire. Fue el delicado remedio que este brujo, sabedor de su contrapartida, sólo confiesa a quien sabe que tiene ojos para mirar lo que de verdad importa. Mientras tanto él, a forma de chivo expiatorio, va cargando con todas las tristezas de quienes se pudieron curar.