sábado, 30 de noviembre de 2013

Preparativos

En Puerto Madryn deseamos apurar el verano. Esta cosa de primavera cálida y costa ventosa nos deja derrumbados y sin opciones: no nos gusta quedarnos en la casa porque el calor mata, pero tampoco podemos estirarnos horizontalmente en la playa, pues el viento nos llena de arena y nos pone la piel de gallina. Entonces, como mucho, nos conformamos con caminar por la costanera, ir hasta el Indio y desilusionarnos con su petrificado taparrabo, y ya no mucho más; que a decir verdad es bastante si nos aferramos a la fama de fría e inhóspita que tiene la Patagonia.
Pero el calendario gregoriano es pesimista: recién es 30 y queda casi una luna entera para que llegue la tan ansiada estación estival.
Igualmente, y a los fines de dar vida a estos textos sureños, vale repasar cómo están los preparativos en la ciudad del golfo para lo que entendemos como su época más jovial.
El municipio, bajo la gestión de- Sastre, incorporó a su staff de pituquería una serie de carteles luminosos que adornan la costanera y que se suman a los más altos y también pitucos que fueron instalados el año pasado en las ocho bajadas principales de la playa. A la comuna local le cuesta horrores pagar salarios (este mes que se termina los municipales cobraron el 19), pero lejos de bajar el copete, la gestión de- Sastre saca pecho de sus carteles y soberanamente los bautizan: son los “Tótem”. Piza y champan.
Pero para ser justos, no todo es culpa del petiso, pelado y mellizo mandatario local: resulta que ninguno de los diez boliches-restoranes-confitería-paradores pagó el canon de concesión de los negocios de playa: los gerentes no pagan y entonces el intendente lo pensó así: “Si ellos no pagan, yo tampoco”.
La reunión de gabinete en que se trató la cuestión fue memorable --según filtró un alcahuete--: Sastre preguntó a sus cortesanos: “¿Quién pagó el canon?”, a lo que el secretario de Gobierno Enrique “Quique” “Pelos” D´Astolfo se adelantó a todos y respondió: “¡Nadiesss!”. Pero claro; mientras no pagan el canon hay algo que los paradores, sobre todo de aquellos que tienen parador y también medios de comunicación, retribuyen a honrar lo que pomposamente denominaron "acuerdo político": yo no pago el canon pero pongo tu gacetilla en página 3.
Tan mal está todo en Puerto Madryn que las ballenas hicieron las maletas antes de tiempo (en octubre ya no quedaba ninguna en el vientre del golfo Nuevo).
Así las cosas, quienes quedamos sobre los márgenes del empleo público local, esperamos que el tibio sol termine de recalentarse de una buena vez y el viento primaveral de la costa atlántica nos de una nueva tregua. Todos queremos apurar el verano, queremos apurar el tiempo, excepto claro, los municipales que no saben cuándo van a volver a cobrar porque hace once días recibieron su sueldo y este mes tendrían que aspirar a cobrar no sólo en término, sino también con aguinaldo.  

domingo, 24 de noviembre de 2013

Salitrales de Península Valdés

El área que comprende Península Valdés y su litoral adyacente es internacionalmente conocida como una reserva natural intensa, en donde la fauna marina y terrestre congenian en un paisaje estepario y de un océano Atlántico con predominios de azules cobaltos y también celestes y turquesas. Ya sea por la experiencia de ver la ballena franca austral, las orcas o el avistaje de aves y también otros mamíferos marinos, miles de turistas de todo el mundo se registran en el puesto “El desempeño”, en el ingreso a la parte más escuálida del istmo que conduce al área resguardada. 
Pero sin tantas distinciones internacionales, y ocultos tras los alambrados de la propiedad privada, el mismo continente de Valdés distingue al menos tres áreas de tonalidades más bien blancas y rosadas, terrenos que en apariencia no tendrían tanto que ver con la generación y resguardo de la vida. O tal vez sí, quién lo sabe.
Los salitrales de la península son formaciones por debajo del nivel del mar; que refractan la luz solar y se distinguen sus resplandores desde las ripiosas rutas 2 y 3 que pasan distante a cuatro o cinco kilómetros de los bajos de salitre.
Una vez en el piso duro de la sal compacta (parecido a una sola placa petrificada) las sensaciones primarias son de agravio, de ignorancia, de estar en otro mundo. A pesar de estar rodeados por alambres, las salinas se pueden alcanzar caminando, a fin de cuentas el mejor sistema de transporte que posee el hombre y el cual le ha ayudado a cruzar las montañas más altas o los desiertos más extensos. Por acá tiene que ser igual. Pero claro, también hay que sortear en este caso a los guías de turismo prohibitivos e ingresar sigilosamente (el sólo espantar las ovejas de un lote a otro, o de una ladera a un llano puede alertar a los peones o ganaderos –no hay que perder de vista que se está en una “propiedad privada”).
Paralelo a las huellas del interior de las estancias, pero alejados unos cuantos metros, y sorteando algunas elevaciones menores pero más o menos empinadas, se desciende a Salina Grande, un salitral de casi 40 kilómetros cuadrados y nada menos que a 42 metros bajo el nivel del mar. En el trayecto matuastos y piches cruzan raudos por entre las matas; matas que al acercarse al salitral empiezan a perder altura y exuberancia, hasta casi desaparecer por completo salvo en una suerte de islotes a lo largo de la franja circular que da inicio a la laguna de sal. Los tallos son rígidos, también salpicados de sal.
La denominada Salina chica es más accesible: a unos 800 metros de la ruta, sin tranqueras ni alambrados y sin cerros que se interpongan entre el camino y el desierto salino. Junto al propio salitral se anticipa una enorme laguna de fondo arcilloso. Las huellas de vehículos se distinguen cruzadas, con algunas contramarchas, encajadas y patinadas. Nada, ni las huellas mismas ni otros vestigios permiten suponer cada cuánto son visitadas, ni por quienes.
Más fantasmagórico resultan las bolsas de cemento abandonadas en la salina mayor, abiertas la envoltura de papel por la furia del viento y concretizadas por el agua de las esporádicas lluvias del lugar. Se suma al paisaje marciano, un colectivo abandonado, con colchones de goma espuma desgajados, latas de petróleo y chatarra dispersa al costado de una vieja salmuera que servía para obtener la preciada sal. Nada, se insiste, permite interpretar una fecha de lo que podemos entender como “presencia humana”.
Desde 1898 hasta 1916, la sal que se consumía en los restoranes de la zona norte de la provincia y también en los hogares provenía de la península. Alrededor de 40 personas vivían del mineral y se había extendido una línea férrea de trocha angosta de 34 kilómetros que unía Salina Grande y Puerto Pirámides, desde donde finalmente se embarcaba la carga para llevarla a la ciudad principal de la región (Puerto Madryn).
La explotación comercial de la sal determinó el asentamiento poblacional: Pirámides es la localidad costera de la península: vive ahora del turismo, fundamentalmente de los meses que la ballena franca austral se aparea y tiene sus crías en el golfo Nuevo y golfo San José que encajan por el sur y por el norte a la península. La villa también vive de la playa durante la temporada de verano. En la calle principal del pueblo se puede ver algunos de los carros ferroviarios que traían la sal, montados en un tramo de vía y oxidados por el tiempo pero también por el persistente salitre.
A medida que se camina para llegar a los salitrales, las zapatillas se van tiñendo de blanco y la goma se seca con una costra salina que parece quebrarlas. Las matas ralas se cubren también de sal desde la mitad hacia el final de su tallo, y el sabor propio de este mineral empieza a sentirse en la lengua y por sugestión lagrimean los ojos. A gran altura, un chimango planea en espiral en busca de su alimento: estamos en el centro de la laguna de sal y aunque el silencio es casi absoluto, el sol refractado se asemeja a un cielo estrellado pero a plena luz del día, y escuchando por sobre todas las cosas las pulsaciones del corazón, el vuelo del ave desecha la hipótesis del comienzo: en los salitrales de la península también se encuentra y resguarda la vida.


sábado, 2 de noviembre de 2013

Polen

Con la vista hacia el horizonte, pero sin mirar, sin prestar atención por dónde se ocultaba el sol, Juan permaneció sentado en una silla clueca y en silencio. Habían pasado algunas pocas horas desde que arrojó el puñado de tierra negra contra la tapa del cajón, giró sobre su propio eje y se marchó del cortejo sin esperar a nadie ni explicar los motivos obvios.
No había en su semblante ninguna demostración de tristeza pero si un ánimo de parquedad, una moderación extrema en el contacto con la gente, basando sus conversaciones en monosílabos, y preguntando y respondiendo sólo si le hacía alguna extrema falta.
Juan fue el hijo, sobrino, primo, nieto y bisnieto de una extensa familia compuesta durante dos décadas por 56 parientes nucleares, incluida dos criadas y la fiel Adela, una anciana que se instaló en la modesta cabaña rural con un valijón de cuero y una estatuilla de la virgen luego de ser abandonada por su cuarto esposo.
Salvo los primeros tres entierros en los cuales aun era muy chico –el de su bisabuela materna, su abuelo paterno y su tío Enrique que murió de tristeza y paperas--, Juan fue el encargado de enterrar a los 52 parientes que ya existían cuando él nació en el moderado invierno del 59. Por eso, alguna vez ya se había hecho esa pregunta, cuando tendría alrededor de veinticinco años.
Naturalmente. Me correspondía a mí hacer cumplir el derecho familiar de terminar todos en esta tierra. Estanislao creo que no se lo había preguntado jamás, ni siquiera cuando un instante antes de expirar tomó con fuerza mi mano y no la de Eugenia, y quiso balbucear algo que quedó atrapado entre la saliva mocosa y la falta de oxígeno.
Estanislao era el cincuenta y cuatro de los cincuenta y seis que vivieron esas dos décadas sin mayores novedades. Mientras que Juan el cincuenta y seis de cincuenta y seis, fue el último de las generaciones contiguas. Sin embargo creció sin siquiera suponer el destino que tenía reservado. El primer entierro, donde al tío Octavio tuvo que cumplirle con su última voluntad de una buena farra alrededor del féretro, pasó inadvertido para Juan que de ahí en más, tácitamente, sería el encargado de los funerales cuando recién corría el año 73 y tenía catorce años prematuramente maduros.
Con Estanislao habían cultivado una amistad parental llena de complicidades. Profesaban el mismo humor escueto, un humor que definitivamente Juan perdió con la muerte de él.
Sólo su nieto mayor, Alejandro de trece años, lo intuyó en las últimas horas: su abuelo se sentía como muerto desde que desprendió el terrón y concentró por un instante la mirada en la nueva generación de parientes, los granos duros de polen que tendrían que repetir la historia de tragedias e indisimuladas victorias. Alejandro comprendió, con una perspicacia heredada de su propio abuelo, que Juan ya había cumplido con el propósito manifiesto de su familia y esperaba que ahora alguno lo hiciera por él: descansar para siempre, a pesar de todos los prestigios vencidos, en la tierra que por más de un siglo y medio consideraban como propia.