domingo, 17 de febrero de 2013

De las tristezas mal curadas


Seguramente mi abuela materna habría tenido esta misma hipótesis: lo más difícil de ocultar y sanar son las tristezas mal curadas.
Pésima medicina esa de creer que con una poción de esto y aquello puede sanar ese remordimiento compasivo –a veces maliciosamente autocompaisvo—de que todo huele a fruta disecada. Pues es lo inerte que nos desahucia y nos deja apesadumbrados porque a pesar de que el cuerpo se mueva presuroso y hacia muchos lados fue la vida cuando se nos quedó en esa misma baldosa, esperando quizás que nos vuelvan a buscar.
Ningún catarro podrá disimular ese cuerpo de aspecto carbonizado que aunque le pongan tres o cuatro accesorios suntuosos para disimular sigue siendo preso de un mal de amores, de traiciones, de rencores o de algún olvido.
Pretencioso de hallar la cura, di con un brujo involuntario que a quien bien se lo sabe pedir, entregó el secreto del remedio indicado: la única forma de sanar una tristeza mal curada es atrapando una mariposa blanca revoloteando en el aire. Fue el delicado remedio que este brujo, sabedor de su contrapartida, sólo confiesa a quien sabe que tiene ojos para mirar lo que de verdad importa. Mientras tanto él, a forma de chivo expiatorio, va cargando con todas las tristezas de quienes se pudieron curar.   

miércoles, 13 de febrero de 2013

Secreto



Desde que digo ser lo que no soy me siento absolutamente más seguro. Empiezo a escribir con el corazón demasiado involucrado en estas líneas. Confieso que me siento profundamente insatisfecho y eso ha concluido en el cuadro peor: me encuentro agudamente infeliz.
De tanto huir hacia adelante, me desperté en un desierto saturado, los médanos reacomodándose y, equidistantes de mí, decenas de oasis inalcanzables: pretendo moverme y mis pies –enterrados—no responden.
No es un sueño, ni una alegoría. Es un estado mental producto de sólo dos o tres tristezas mal curadas que hoy, se proponen estallar simultáneamente. Me refriego los ojos; pero la nube de luz no calma. Es una luz interior que encandila. Por fuera, todo parece estar igual. Había alguien maligno también, o quizás simplemente era yo mismo, que me decía “no hay salida”. Y fue casi seguido que entendí que el desierto era la verdadera salida, y de una vez  los pies se echaron a andar.