miércoles, 22 de agosto de 2012

Trelew, 40 años después


La ciudad valletana del Chubut tiene sus buenos y merecidos pergaminos en la inquietante y dolorosa pelea contra el autoritarismo sanguinario. Antes y después, es decir que antes de saber que el poder de los ridículos uniformados con galones de inentendible orgullo y soberbia anticiparan que eran capaces de todo y ya durante el Terrorismo de Estado tanto de facto improvisado como luego sistemático, se escribieron aquí algunas de las mejores páginas de la historia contestaría a los regímenes militares argentinos.
Durante toda la semana, Trelew vivió la conmemoración de la masacre que lo madrugó el 22 de agosto de 1972. Es una masacre que los contiene (a todo el pueblo, viejas y nuevas generaciones de trelewenses) en el mismo nombre de los hechos: la Masacre de Trelew, sin ser redundantes.
Porque Trelew es el protagonista de esta historia que no aceptó sumiso ni autista ni con temor lo que le fue sucediendo. O quizás con temor, sí; pero no fue paralizante, fue indignante y eso se sabe, se conoce, por la cantidad de documentos fotográficos, escritos en la prensa y claro que también por lo pétreo de su memoria oral y colectiva de lo que pasó antes, durante y después de los fusilamientos. Las recapitulaciones son asombrosamente coincidentes. Sólo resta con ir a las audiencias por el juicio contra los autores y encubridores que actualmente se lleva adelante para escuchar a los testigos locales de la barbarie del 72.
Antes fueron los vecinos solidarios que recibían a los familiares de los presos políticos confinados en la U6 de Rawson y los abogados defensores de los Tosco, Santucho y todos los demás. Luego fue la Asamblea del pueblo, la pulseada por los vecinos trasladados a Devoto y las manifestaciones públicas en el Teatro Español. Fue Trelew.
Ahora, aunque en la ciudad esas librerías de anequeles pretenciosamente cultos desconozcan La patria fusilada de Paco Urondo y La pasión según Trelew de Tomás Eloy Martínez, en los colegios se cuenta la historia sin los lavados eufemismos, y los chicos no andan con vueltas: escenografías que por ejemplo tienen un manto negro de fondo, con siluetas de los 19 fusilados la madrugada del 22 de agosto. De todas las siluetas sólo una era diferente: la de Ana María Villareal de Santucho quien al momento de producirse la masacre estaba embarazada de ocho meses. Esclarecedora distinción, porque los acribillados fueron entonces 20, de los cuales sólo tres lograron sobrevivir.
La memoria supera los caprichos mercantiles, y aunque un afeitado y engominado hombre, de prolijidad de camisa con corbata roja repregunte bien cómo se escribe el nombre de la obra y si Urondo va o no va con hache muda, la ciudad vive sus pergaminos con orgullo, que es muy diferente a la soberbia de esos dudosos galones de hombres sanguinariamente ridículos.
Es Trelew, cuarenta años después.

domingo, 5 de agosto de 2012

Prefiero el mar…


Qué no se habrá escrito ya de los mares. Sí, de los mares rimbombantemente en plural. Por eso ahora, me atenderé a una experiencia puramente personal, hacerme de él (el mar, ahora en singular), para construir no un mito, pero sí un relato simple. Será este mar, el de la foto. Capaz algún día tendrán que citarlo, y no decir que a este modesto escriba le gustaba el mar, sino el mar así y asá.
Y como claro, es escueto señalar que hay mares (claro, muchos mares) voy a dividirlos y discriminarlos. Entonces hay mares mansos, como el de los golfos que de tan ceremoniosos parecen grandes lagunas, achatados, sumisos, un poco aburridos diría. O mares pintados de turquesa, esos que fotografían los turistas en el pobre Caribe o en la misteriosa y no menos pobre Polinesia y que después del efecto, aburren y se dejan de mirarlos. 
Me acuerdo una vez que añoraba el mar; habían pasado unos meses sin verlo. Estaba en Lima y no sabía que estaba muy cerca de la costa. En el barrio de Miraflores de golpe se abre un barranco de 30 o 40 metros del altura y ahí, estuvo el mar. Era un gris de cielo plomizo, y por la altura se distinguían las distancias entre las olas que iban a terminar en la orilla. Lo observé con alegría, aunque no era exactamente el de mi preferencia más bien que lo había echado de menos.
Es así que prefiero otros mares (y aunque se achica el universo aún vale mencionarlos en plural). Los prefiero abiertos, mares violentos contra rocas o playas, esos de azul cobalto, ventosos, y generalmente mares fríos. Con aves aguerridas que vuelan al ras del agua para sortear las ráfagas con el mar encrespado.  
Esos porque el mar me es la fuerza, pura energía. Pero nunca algo cursi o romántico, sino una soledad íntima, de pensamientos con hondura, de meditaciones que pacifican. El mar me pudo significar de todo; pero elegí mi manera de que me guste. Un mar gritón y bullicioso, y a la vez un mar desapercibido que mis ojos aprendieron a mirar. Es sólo una preferencia, sin otro ningún sentido ni propósito.
Costa patagónica, Playa Unión.