sábado, 28 de diciembre de 2013

De los cuentos infinitos

Parece ser que la inventiva de nuestro tradicional “Cuento de la buena pipa” ha traspasado fronteras (no sé si primero de estas hacia aquellas o de las más septentrionales a las más australes) con el mismo cometido de agotar la paciencia. Es así que mientras en mi pueblo lo conocimos como “Cuento de la buena pipa” en Macondo lo llamaran “Cuento del gallo capón”.
No voy a ser yo quien cuente a propios y extraños la lógica de esos cuentos infinitos que en esencia –como también ocurre con la música del “Felíz cumpleaños” y del “payaso plin plin”—son un mismo cuento. Eso se lo vamos a dejar luego a Gabriel García Márquez.
Pero en lo que sí me voy a detener es en eso de recurrir a cuentos inagotables. En Cien años de soledad acudieron al “Cuento del gallo capón” como método para vencer a la enfermedad del insomnio, luego de que los Buendía empezaron a temer a la otra enfermedad que traía aparejada: la pérdida de la memoria.
En el residencial Los Lagos, hace muchos años cuando no era más que un hotel familiar, de viajantes consuetudinarios y almuerzo y cenas compartidas entre tíos, primos y huéspedes alrededor de una cacerola central en la que se convidaba mucho más que un cucharón de puchero, había una mujer paisana que por las mañanas era la encargada de limpiar sábanas, inodoros y el mobiliario de las veinte habitaciones que tenía el residencial (incluyendo la habitación 104 que era la pieza donde dormía mi abuela junto a sus michos).
Para mí la Ignacia no era por ese entonces más que una silueta traslúcida por delante de los ventanales de alguna de las habitaciones del ala que daba hacia el oeste. La paisana remontaba con un zarandeo las sabanas y otros productos de blanco que volaban y planeaban pasiblemente hasta dar geométricamente en los rectángulos del catre. Tan intensa y entrenada era esa danza de la Ignacia que en una sola de esas volteretas que daba el paño de algodón almidonado se desprendía de ácaros y otros viejos polvos. Era un arte.
Pero ese arte no era susceptible de muchas interrupciones ni bromas. Cuando cualquiera de los primos invadíamos la extensa galería de las veinte habitaciones, cuando desde las 10 a las 13 era de su plena soberanía, la Ignacia recurría a la “Cuento de la buena pipa”.
Y no había caso: tan diestra era la paisana en la complejidad del asunto que por sostenido litigio le presentáramos nos vencía por un delirio de agotamiento. De algún modo le teníamos miedo.
La lógica del cuento infinito, Gabo la narra así:

“Los que querían dormir, no por cansancio sino por nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de métodos agotadores. Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito en el que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras”. 1

Era la paisana Ignacia algo así como un miembro más de la mitología del terror del hotel de la abuela, una de las tres deidades que completaban la cocinera doña Petra, una india mapuche que vivió más de 90 años sin esconderse de ningún invierno y de ninguna helada, y La Serena, otra vieja clueca, de pantorrillas gordas y calzas marrones con los puntos corridos, pollera negra, pelo cano y sin comentario de ninguna índole.
En suma, lo único cierto es que entre los métodos y el arte de la Ignacia, el secreto de la paisana y la enfermedad del insomnio, al igual que esos cuentos de nunca acabar, ahora empiezo a sospechar que en el fondo eran algo así como una misma cosa.

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1 García Márquez, Gabriel, Cien años de soledad, Editorial Sudamericana, 1982, página 47

   

domingo, 8 de diciembre de 2013

La mulita madrynense

Si me preguntarán qué es para mí Puerto Madryn, contestaría sin dudar: la mulita. ¿La mulita? Sí, ¿Acaso no la vio? Estoy seguro que sí la vio, y que la vio un montón de veces. A lo sumo no la habrá mirado, pero sí o sí la vio. No la miró porque eso requiere pensarla, detenerse, irse un rato con ella y volverla a mirar diez, veinte, cien veces más. Hasta que se convierte en un problema, en una obsesión como le pasa a este cronista.
Está por toda la ciudad, y aunque parece quieta vive viajando. Ha llegado con su paso lento hasta Puerto Pirámides y ya regresó. Suele no avisar y se aparece. La mulita es una vándala que no se fija ni en bienes públicos ni privados. Infestó la ciudad del golfo con sus trazos regulares, sus patitas en punta y su cuerpo entero como medio huevo roto. Aparece en negro, rojo, verde, azul… aparece en esmalte sintético, fibra, con brochas variables. A veces, ofuscada, tiene un halo de furia vertical, que se eleva al cielo de su enchinche.
La mulita no tiene nombre y no tiene firma. Pero su carismática figura, para dolor de los líderes del orden aburrido, sigue expandiendo su recorrido.
Si la mira de una forma aparece plana, como caminando lateralmente -esto es, perpendicular a uno-. Pero otras veces, si usted la mira con fe, la puede notar tridimensional, viniendo hacia uno (incluso alguna yéndose por su punto de fuga).

La mulita, lo dijimos ya, es una vándala y también una gran viajera. Para mí Puerto Madryn es la mulita, y no al revés, porque sino todo eso no tendría sentido. Seguro que la vio, y la vio un montón de veces; el problema es ahora, que empezará a mirarla diez, veinte, cien veces.
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