domingo, 30 de diciembre de 2012

Un tender no tiene alma



El tender confirma la teoría de que los objetos inanimados no tienen alma.
Y aunque es una prueba basada en su único privilegio (ser el más evidente desalmado de todos los objetos de este mundo), aún así no sería imprudente generalizar su carácter a todos los otros del reino ni animal ni vegetal ni espiritual.
Ojo que también están quienes afirman que a las armas las carga el diablo. Pero eso tampoco desbarata nuestra afirmación que resultaría, por lógica filosófica, cuasi-científica de la ausencia de alma en los objetos inanimados[1]. Pues el diablo, de existir, estaría exteriormente al arma. En suma, he aquí ya dos verdades que no tenemos que dejar por omitidas: el alma siempre es interior y el diablo “en ciertas cosas siempre es neutral”.
Tender. Siempre desnudo, traspasable, escuálido.
Después están los fundamentalistas de objetos particulares que además de antropomorfizar algo (incluso bautizando elementos con nombres tan humanos como Carlos –o carlitos—o Eudora –o eudorita--) creen que determinado objeto tiene alma: se acostumbran a las bicicletas, a las cámaras fotográficas, a las pelotas de fútbol y hasta había uno que aseguraba que el interruptor de electricidad de su habitación tenía alma.
Para aclararlo desde el vamos: el alma, en cada uno de sus casos, está en los ejecutores, nunca en la bicicleta contrapedal, ni en la cámara Miranda de comandos manuales, ni en el esférico de Maradona eludiendo a los piratas ingleses y hasta al portaviones “Invencible”, y mucho menos en el interruptor de luz de ese estimado colega de redacción.

Capítulo 2. El tender es por muchísimas razones el objeto evidentemente más desalmado de nuestro mundo.
El primer aspecto que lo destaca ya lo adelanté de alguna manera más arriba. Para tener alma hay que tener interior y el tender nunca, bajo ninguna forma de sus variables y posibles armados, tendrá un “adentro”. Siempre desnudo, traspasable, escuálido. Nótese que en las más comunes de sus formas cuenta con dos tipos de varillas, por lo general metálicas: las finas y fácilmente retorcibles, y las huecas que por dentro tienen otras varillas o alguna visagra (por lo tanto, nunca alcanza para que ingrese un alma).
El tender es incapaz de tener error. Es así y ya. Ni siquiera (vean lo paradójico) puede al mismo tiempo ser infalible. Que una determinada cosa ante una disyuntiva insalvable no pueda ser ni una ni otra cosa, es la demostración básica de que carece de alma ya que uno de sus derivados, la voluntad, siempre nos sobrepone a los problemas para que de alguna manera seamos algo.
Usted podrá retorcer sus varillas, quebrarle una pata, romperle un ala y el tender no ofrecerá resistencia –primero—ni tendrá rencor –después--. El tender se dejará hacer, y por falta de voluntad, jamás volverá a su estado natural.
Por fin, aun estando retorcido, quebrado, deforme, enclenque, no dejará de ser tender, no tirará error, y ni soñando podría querer ser otra cosa.    


[1] Hágase notar la diferencia de “inanimado” y no usar de la los “no seres vivos”. Pues, la montaña, aunque no tenga en apariencia funciones metabólicas, sí tendría alma. De ello, ya nos daban fieles testimonios numerosas culturas autóctonas anteriores a la conquista española.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Del Ventarrón


El polvo en suspensión, uno de los efectos del Ventarrón.

Así como los cuyanos tienen el malhumorado Zonda y los porteños la acomplejada Sudestada, nosotros los patagónicos tenemos el jodido Ventarrón. Aunque los cuyanos podrían tener un doble motivo de queja al saber que su implacable viento tiene género femenino, así como los huracanes del trópico que siempre tienen nombre de mujer, nosotros, los patagónicos, tenemos algunos motivos más graves para querer ser los campeones del temporal de mierda. Porque básicamente, para el común de los australes de esta parte del globo, el viento es “viento de mierda”, sin más y los motivos sobran.
Cuentan los sanjuaninos que el Zonda se caracteriza por ser un viento seco (en eso sí se nos parece), cálido (en esto cuán diferente somos) y que provoca, entre otros tantos fenómenos, mal humor, agobio e incendios. Cuentan los porteños que su Sudestada viene,andá a saber por qué, del sudeste, generalmente con fuertes lluvias, provocando anegamientos, evacuados y cortes de luz. Respecto a los porteños, sólo nos emparentamos con algún ocasional corte de luz; aunque por motivos diferentes.
El Ventarrón es viento con tierra, de ahí su etimología (no se complique buscando si es cierto esto). Es seco, del oeste y el efecto principal, según los estudiosos del ánimo regional de la Universidad Nacional de la Patagonia, es un irreconciliable espíritu de quejarse por todo y contra todos. Por eso si ahora usted escucha a su madre o tía quejarse de que los broches del tendal son una “reverenda cagada”, no se olvide que hoy también sopla un día de mierda.
Y es un viento de mierda que llegó un día y se quedó por muchos. Es así que nunca nadie pudo, en esta polvorosa tierra, recordar cuándo fue que empezó el último temporal de viento. Algunos intentaron marcar el día en un almanaque, pero las marcas se trocaron con la de las pastillas anticonceptivas y ya no sabían qué tenían que tomar, si la píldora antiembarazo o la píldora del mal humor. Otros, más literatos, escribieron el primer párrafo el día que después de una copiosa lluvia comenzó el Ventarrón, pero perdieron el cuaderno, o se olvidaron de marcar cuándo fue que terminó el temporal o se olvidaron directamente que tenían que hacer un registro y hasta los más despistados, olvidaron que tenían un cuaderno. Sólo hubo alguien que sobrevivió a la misión de hacer el registro, pero su función social fue tan poco reconocida, que esta es la primera vez que se hará su merecido reconocimiento (aunque, por cuestiones ambientales, ocultemos su buen nombre).
La única manera indecente que encontraron los patagónicos para zafar del “viento de mierda” es elaborar buenos chismes de vecinos. Todo lo otro que provoca es más de lo mismo cuando uno está en días de mierda: mira el boletín de los críos, limpia la casa para que se vuelva a ensuciar en un rato (y uno pueda legítimamente seguir quejándose), o se sienta en el terroso sofá a ver la novela de la tarde.
No es porque el Ventarrón sea un “viento de mierda” que sí o sí tiene que ser un temporal de color marrón. Pero entre cielos pardos y opacos, desaturados, y muy luminosos por nubes también terrosas que difunden la luz, además del polvo en suspensión, el marrón es el color que se acostumbra.
Y uno ve copas de árboles que zarandean, autos que se mueven sin que nadie ocupe una butaca ni vertical ni reclinada (usted también sabe que muchas veces los autos se mueven alegremente con butacas reclinadas, ¿no es cierto?), y mujeres que caminan hacia el oeste, contrariando el espíritu del día, haciendo visera en los ojos no por el sol sino por la tierra, y con mueca de “¡Qué terrible!”. Yo que usted, hoy no hablaría con esa señora.
Sólo hubo una persona que logró registrar cuándo fue que empezó el viento y por cuánto se extendió. Es más, anotó al menos diez registros de los cuales la mayoría eran de tres a cuatro días de Ventarrón seguido; pero en uno, que le desbarató su estadística, contó de la siguiente manera: “28 de septiembre, primer día de viento de la primavera del 2009”. Y a los 22 días registró: “14 de octubre, mismo año: terminó el consecutivo Ventarrón. En tanto, se murieron 4 personas, se compraron 10 kilos de clavos, 13 cueritos de agua fría, hubo 2 nacimientos, ningún casamiento católico y sí dos concubinatos civiles”. Fue su último registro, pero al día siguiente de que escampó el “viento de mierda”, cuando nuestro documentalista murió sin mayores causas que una vejez terrosa, y entre sus manos tenía, aferrados contra el pecho, el cuaderno de sus registros con sus huellas marcadas en el polvo, volvió el Ventarrón. El comisario del pueblo, que también hacía, sólo por mera costumbre, de médico forense, resolvió tras tomarle el pulso las causas... y también las consecuencias del deceso: “Murió. Que día de mierda, ¿Cuándo irá a parar?”.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Enamorada del mar



¿Quién podría haberme anticipado que si cedía dos taxis el tercero iba a venir con una historia? Primero una chica taciturna, ensimismada que, tras el raudo taxi que se estacionó de golpe en la parada, se me adelantó y tomó el coche que me correspondía. Y como de chico me enseñaron que en esos casos es preferible no cruzarse con quien tiene mala cara, dejé que se apropie de mi turno. En cambio, el segundo caso resultó una causa social: una madre desdentada, con dos criaturas y que arrastraba dos bolsas de nylon muy infladas de ropas y mantas, quien gustosamente aceptó el auto que le indiqué cabeceando, sin mucha gentileza reconozco.
La tercera taxista era una mujer, que ni bien empezó a distinguirse detrás del parabrisas mientras se acercaba y se corría el reflejo del sol ya me daba buena espina: parecía una mujer alta, y ya en el auto descubrí su tez morena, ojos profundos y un pelo negro absoluto, lacio, sin atar y largo hasta por debajo de los hombros, cubriendo la parte superior de los dos brazos.
No me había acomodado que amagó a acelerar pero frenó inmediatamente para darle paso a otro taxista: “Los hombres primero”, dijo con una sonrisa y un tono de voz que resumía quizás todo lo que tendría que tener una persona buena.
Fue ese día y en esas circunstancias que conocí a la mujer boliviana que se enamoró del mar. Una síntesis perfecta, hecha en carne de la historia de Bolivia. Una mujer taxista, enamorada del mar en una ciudad extraña de la Patagonia Argentina. Una mujer que, además, como si fuera poco, chorreaba de buena.
Sólo habrán sido treinta cuadras, quizás menos. Pero en ese tramo bastó para conocer la punta del iceberg que debe ser la señora: llegó a Madryn en el 86, nacida de una zona campesina a una hora de la ciudad de Cochabamba en el país altiplano. “Me trajo mi tío a los 18 años y vivíamos en un asentamiento detrás de la terminal. Cuando ví el mar me enamoré del lugar”, me cuenta. Su primer trabajo fue en una planta de procesamiento de pescado (era filetera): “En Argentina se puede ahorrar para estar un poquito mejor. En Bolivia también, pero menos”, me cuenta sobre su fortuna de vivir en este país. “Los argentinos me enseñaron. Los modos me enseñaron; porque yo venía del campo y no sabía cómo dirigirme a la gente. Me enseñaron que cuando usaba el “el” tenía que decir “ella” y modos así, para poder hablar”, recuerda la mujer.
“Hay gente buena. También hay gente mala. Yo me hice amigos y amigas argentinos que nos juntamos siempre”. La mujer boliviana enamorada del mar tiene su familia acá: un esposo también boliviano y que también es taxista, y dos hijas que bailan caporales. “Yo también bailo, pero un folclore más de la zona del valle de Bolivia”.
La mujer desde que llegó sólo volvió dos veces a su país. En el 2005, nueve años después de venirse a la Argentina, y luego en el 2005 cuando se murió su padre. “Ahora queremos en el 2013 o 2014 ir de nuevo, y quedarnos un poco más de tiempo”, anhela la boliviana. También me contó que dentro de poco se va a Ushuaia a un casamiento: “No, bueno sí, es como pasear, pero ojalá. En realidad vamos al casamiento de una sobrina”.
Le conté que en Ushuaia también se ve el mar. “¿Cierto? ¿Es igual que acá?”. “No tanto, tiene más olas, es más azul, y bastante más frío”. “Yo me enamoré del mar. No pensé que era así. Allá no tenemos mar, bueno el Titicaca es como el mar. Pero no lo conozco. Nunca dejo de míralo: Yo me enamoré del mar y por eso me quedé”.