sábado, 23 de mayo de 2015

cht cht...

Sentado en el umbral de mi casa --una vez más-- conversando con mi amigo Jonathan --un borrego de siete años que explica sus cosas con un movimiento de manos y de cuello como si fuera una marioneta-- vimos el pasar de una chica que conocía.
Para saludarla le chisté: cht cht... cht cht... Pero como si pasara la misma nada no dejó de mirar hacia el frente, con la cabeza ligeramente picada, y como si pasara de todo aceleró su paso, raudo, escapando. Vencido la tuve que llamar por su nombre: una vez, una segunda vez y como ya se escapaba definitivamente, una tercera vez y más fuerte y quizás... más imperante.
Fue ahí cuando pensó que mejor era mirar.
Fue ahí que me di cuenta del machismo, y en el nefasto entrenamiento que ellas y nosotros tuvimos que tener.

domingo, 29 de marzo de 2015

Yuri Gagarin, el primer poeta del espacio

La Guerra Fría nos privó de la fama que pudiera gozar uno de los poemas más simples, bellos y también pioneros de la historia de la civilización humana. Ahora que contextualizaré esa obra literaria de un no escritor y en un mundo que pendía por la hora en que se consumara la catástrofe nuclear para entonces tantas veces anunciada, esas dulces seis palabras cobran un exquisito sentido. En ese mundo bipolar, durante la carrera espacial a la que se volcaron la Unión Soviética y Estados Unidos, que además de la conquista del espacio y de la arrogancia por pavonear cuántas veces podían destruir todo lo que fuera vida en el planeta con sólo apretar un botón, también se abrió una batalla quizás para nada menor ni anodina; lo llamaré aquí la poesía versus el marketing.
Me daré licencia en esta párrafo para aclarar que no me mueve en este caso una idealización del régimen soviético, ni tomo una postura en el gélido conflicto, ni mucho menos una pulsión de resentimiento por haber sido cautivo de una historia que sí decidió tomar partido por lo que pudiéramos denominar como "marco ideológico occidental". Lo que sí habré de hacer aquí, es simplemente elegir cuál de las frases más inquietantes de las misiones espaciales me resultaron más cautivantes.
Cuando iba a sexto grado de la primaria, en una lección oral de Ciencias Sociales, la maestra me preguntó: "¿Qué dijo el astronauta un instante antes de pisar el satélite natural de la Tierra?" -el giro floripondioso es común entre las maestras de mi país--, a lo que respondí: "Un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad".
El recurso retórico que utilizó el astronauta Neil Armstrong siempre me había parecido premeditado, por tanto antinatural y meramente publicitario (lo que llegado a este punto me parece incuestionable darme la razón, pues no debe haber buen padre ni buen abuelo que no le recite las escuetas palabras a hijos y nietos respectivamente). Pero además, estas últimas semanas me he enterado que no sólo que esa arrogancia del astronauta gozara de las formas y frialdades de la premeditación, sino que también la NASA había contratado publicistas, periodistas, lingüistas y otros especialistas de las ciencias del espíritu -que por supuesto nada tenían que ver con el mundo espacial- para pulir un acto discursivo que graficara la superioridad del hombre por sobre la historia, del marketing por sobre la poesía y de los yankees por sobre los rusos; qué más.
Sensiblemente con menor fama, y nada menos que ocho años antes que en un momento de aceleración de la historia no resulta poca cosa, los verdaderos pioneros de las misiones en el cosmos (a decirlo ya: los soviéticos) surcaron el espacio extra atmosférico durante más de una hora, y el cosmonauta que tuvo tal privilegio, Yuri Gagarin, improvisó lo que para este flaco escritor se trata del primer poema espacial y una de las obras literarias más concisas y bonitas de la historia universal: cuando Gagarin venció el miedo de superar la delgada capa atmosférica, chequeó que los controles y relojes de todo tipo de la nave Vostok I se estabilizara en los parámetros normales, se asomó por la ventanilla de su capsula voladora y atajando su emoción nos contó: "¡Veo la Tierra! Es tan bonita"; lo que casi resultó un mensaje para los dos bandos enfrentados.


viernes, 20 de marzo de 2015

Elecciones

He elegido un libro y un lugar. El libro: Martín Fierro. El lugar: el umbral de mi casa.
Resultaría conveniente --lo doy por seguro-- montarme a la lectura de la literatura gauchesca en un lugar más cómodo: quizás: tirado a las anchas en mi cama, con el velador que ilumine parejamente el papel mate de esta edición de 20 por 30 centímetros la hoja, con más de 100 páginas de estudio preliminar, tipografía del 12, edición ilustrada, tapa dura, recubierta de tela y título estampado.
Pero no. Mejor será el tantas veces elogiado por este autor escaso: el umbral de la casa. Ese lugar angosto, casi ni frontera, que muy lejos de ser terrible resulta inquietante y hermoso: las piernas se arrojan el derecho de abrirse a sus anchas en las veredas y ocupar así el tan bastardeado espacio público.
Algún universo de responsabilidades, azares, contrapuntos y también coincidencias deben emparentarse para reunir estas variables aparentemente deslindadas: espacio público, Martín Fierro, o literatura folclórica, umbral, transeuntes, taxis, remises, perros, viento, ruidos, polvo chatarra y el fin de un verano que como el Martín Fierro, el umbral, el barrio, la pose y el espacio público nunca pretendieron ser algo anodino.

domingo, 22 de febrero de 2015

Sujeto tácito I: Por dos gambas y media

A Diego Lacunza, que me debe $ 250 ajustado a inflación
Condicionaron su libertad al precio de menudeo de arvejas. Bajaron la mirada, se inventaron llamados telefónicos, se escabulleron entre columnas de interior y disparan errantes, en suerte de círculos concéntricos, zig-zags y presunciones de "gente importante". Con su música clásica de fondo; imaginando el vaivén de la batuta.
Negocian su libre albedrío en un "llamado oportuno". Traicionan y traicionánse. Pero a fin de año, entre villancicos y caridad parroquial, sentiranse capaces de brindar no por lo que fueron sino por lo que pudieron ser.    
Se sientan en honorables bancas, alzan el índice con el cual simulan también una batuta, manifiestanse cómo tienen que ser las cosas cuando no el mundo y bajan la batuta, dirigen y estrangulan su propio ideario que alguna vez, con toda mediocridad, sueñan escribir.  

lunes, 2 de febrero de 2015

El pasante

Las horas de sueño del señor, las horas de ocio, de sexo, de idiotización frente al televisor son custodiadas por el pasante; eufemismo del esclavo durante el siglo XX-XXI.
Por 20 gambas las ocho horas el cuerpo inocente del puber desesperado y contento se somete al escandaloso capricho del señor feudal; patrón en el siglo XX-XXI.
Cuando en el monitor titila la luz roja, el pasante, trabajador precario según el eufemismo del siglo XX-XXI, aplica con deshonrosa disciplina y ternura mal llevada el protocolo de emergencia que con tanto desdén explicó el dueño del boliche, propietario del siglo XX-XXI. Para el propietario del siglo XX-XXI, su negocio "es difícil de explicar, y fácil de enseñar".
El señor, el feudal, el patrón, el propietario del siglo XX-XXI sueña en paz. El pasante, el esclavo, el puber, infelíz pero contento monta su guardia, alza la frente y se congracía con su propietario, vende su poco casi nada a cambio de que el dueño del siglo XX-XXI le muestre su dentadura esmaltada y blanca que también le custodió su deshonroso pasante.

lunes, 12 de enero de 2015

Comandante Tato, hasta la victoria siempre

Pocos sabían que el comandante más belicoso de la revolución de las tierras australes fue el hijo bastardo de una gata casquivana bien de la vida. Apenas nacido fue abandonado en una terraza al cobijo del impetuoso viento del Oeste, como única y última expresión de cariño de su madre, y fue adoptado por una familia patricia de la cual aprendió los rudimentos de la lectura, los vicios y las dudosas prácticas cristianas.
Su carácter belicoso e irreverente se desató temprano, cuando expulsó de su cuadra a un perro ladrador pero de pocas mordeduras. Las riñas callejeras forjaron su ímpetu y lo erigieron en un líder cierto, respetado, atinado y temerario. Iba madurando así sus atributos de comandancia.
En una batalla temprana la explosión de un obús le voló los testículos que irremediablemente terminó por ser peor para el enemigo: la cirugía incluyó la mutilación de su pene el cual remplazaron con un tubo urinario contra natura. Desde ese momento, el ya comandante Tato se dedicó por entero a la revolución socialista cultivando una vida sobria, austera, alejado de las gatas y vicios de su primera juventud.
Cercenada su vida amorosa, acentuó su personalidad beligerante y temeraria alcanzando grados de heroismo los cuales le valieron apodos como "El espartano", "Atila del Sur" y hasta "Tato, el imprudente".
Por proteger una patrulla propia que había sido emboscada en los montes del valle sarmientino recibió un disparo en el ojo derecho, el cual sin ningún tipo de sanación ni remedio por la precaria sanidad de una guerrilla revolucionaria distante, curó a fuerza de mantenerlo cerrado en una inacabable guiño a sus camaradas y enemigos. Aun tuerto, el comandante Tato no perdía el equilibrio entre los riscos y precipicios que sorteaba en cruentos enfrentamientos de guerra.
En una de las operaciones más intrépidas de los ejércitos populares del mundo, cuando arrebataron de un tren blindado tan custodiado como para rechazar tres veces el desembarco de Normandía, recibió un tiro en las costillas que no lo acercó más a la muerte de lo que ya la desafiaba jornada a jornada, y curó con una pasta de coirón y poa huecu que se untaba cada hora y media.
En otra encrucijada sobrevivió tres días escondido en un tanque de brea en medio de las filas enemigas cuando se infiltró para desbaratar una de las ofensivas del ejército conservador que según sus informantes de confianza pensaban someter los dos flancos vecinales de su zona de influencia.
Las acciones heroicas se extendieron durante los 16 años que duró su misteriosa revolución: por salvar a su inmediato subalterno, a quien apreciaba por ser tan distinto a él (un patricio de pura sangre, mujeriego, indisciplinado y vago) cobijó en su vejiga perdigones de escopeta los cuales una vez más pensaron que sería la causa de su muerte.
Internado en una tienda de campaña, resolvió darse él mismo el alta tras dos días de convalescencia para tratar de dar un golpe sorpresa sobre la cuenca del río Senguer en la que resultó un fracaso guerrillero tan sustancial que su ejército quedó reducido a menos de la mitad.
Ya de viejo, y cuando su ejército retrocedía y se recostaba en los barrios céntricos de una ciudad que se había acostumbrado a convivir con la guerra, impartía órdenes sin lógica ni estrategia, y hasta sus coroneles sospechaban que así jugaba un partido mental en el que prefería entender la psicología humana más que la fortuna de una revolución fuera de su tiempo.
El verano anterior a la capitulación que firmaron sus traidores coroneles, un envenenamiento lo dejó otra vez cara a cara con la muerte a quien virló a partir de una dieta asquerosa que le generaba vómitos tan terribles que nadie se podía acercar a cinco metros de su figura.
En la última batalla, en la que juró batirse hasta la muerte, logró vencer al gato amarillo, un alter ego de otra ideología a quien ajustició en medio de una pelea cuerpo a cuerpo. Aunque sus pares cansados de la guerra y necesitados de sus mujeres y fantasías de hombres comunes lo abandonaron a su suerte, el comandante Tato murió empuñando su arma pero a causa de la vejez. En sus 108 años de edad, el comandante Tato llegó a gozar de ocho vidas gatunas, vivió los cambios de época como el derrumbe de las Torres Gemelas de las cuales nunca nadie supo qué pensaba, vivió tres elecciones generales en las cuales analizaba cómo resultaban según su circunstancia revolucionaria y guerrillera; y por fin, envejecio melancólico tras la perdida de algunos de los líderes anti sistema que más lo estimaban y ayudaban.
Cerró su único ojo sano sin emitir una última voluntad, rememorando tal vez la única felicidad a la que dedicó su longeva vida: cuando su abuela abría una lata de atún que para él era como una fiesta.
Comandante Tato, ¡hasta la victoria siempre!