sábado, 2 de noviembre de 2013

Polen

Con la vista hacia el horizonte, pero sin mirar, sin prestar atención por dónde se ocultaba el sol, Juan permaneció sentado en una silla clueca y en silencio. Habían pasado algunas pocas horas desde que arrojó el puñado de tierra negra contra la tapa del cajón, giró sobre su propio eje y se marchó del cortejo sin esperar a nadie ni explicar los motivos obvios.
No había en su semblante ninguna demostración de tristeza pero si un ánimo de parquedad, una moderación extrema en el contacto con la gente, basando sus conversaciones en monosílabos, y preguntando y respondiendo sólo si le hacía alguna extrema falta.
Juan fue el hijo, sobrino, primo, nieto y bisnieto de una extensa familia compuesta durante dos décadas por 56 parientes nucleares, incluida dos criadas y la fiel Adela, una anciana que se instaló en la modesta cabaña rural con un valijón de cuero y una estatuilla de la virgen luego de ser abandonada por su cuarto esposo.
Salvo los primeros tres entierros en los cuales aun era muy chico –el de su bisabuela materna, su abuelo paterno y su tío Enrique que murió de tristeza y paperas--, Juan fue el encargado de enterrar a los 52 parientes que ya existían cuando él nació en el moderado invierno del 59. Por eso, alguna vez ya se había hecho esa pregunta, cuando tendría alrededor de veinticinco años.
Naturalmente. Me correspondía a mí hacer cumplir el derecho familiar de terminar todos en esta tierra. Estanislao creo que no se lo había preguntado jamás, ni siquiera cuando un instante antes de expirar tomó con fuerza mi mano y no la de Eugenia, y quiso balbucear algo que quedó atrapado entre la saliva mocosa y la falta de oxígeno.
Estanislao era el cincuenta y cuatro de los cincuenta y seis que vivieron esas dos décadas sin mayores novedades. Mientras que Juan el cincuenta y seis de cincuenta y seis, fue el último de las generaciones contiguas. Sin embargo creció sin siquiera suponer el destino que tenía reservado. El primer entierro, donde al tío Octavio tuvo que cumplirle con su última voluntad de una buena farra alrededor del féretro, pasó inadvertido para Juan que de ahí en más, tácitamente, sería el encargado de los funerales cuando recién corría el año 73 y tenía catorce años prematuramente maduros.
Con Estanislao habían cultivado una amistad parental llena de complicidades. Profesaban el mismo humor escueto, un humor que definitivamente Juan perdió con la muerte de él.
Sólo su nieto mayor, Alejandro de trece años, lo intuyó en las últimas horas: su abuelo se sentía como muerto desde que desprendió el terrón y concentró por un instante la mirada en la nueva generación de parientes, los granos duros de polen que tendrían que repetir la historia de tragedias e indisimuladas victorias. Alejandro comprendió, con una perspicacia heredada de su propio abuelo, que Juan ya había cumplido con el propósito manifiesto de su familia y esperaba que ahora alguno lo hiciera por él: descansar para siempre, a pesar de todos los prestigios vencidos, en la tierra que por más de un siglo y medio consideraban como propia.

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