domingo, 20 de julio de 2014

Crudo

En Cristobal López City las personas trabajan en la Cristobal López Oil, se alimentan de la Cristobal López Food, se informan con el Cristobal López Newspaper, escuchan la Cristobal López Radio y luego se dedican a ser Cristobal López happy: pasean por el Cristobal López Shoping, por la Cristobal López avenue, y ovacionan al Cristobal López Basketball team en el Cristobal López Arena; compran sus vehículos en la Cristobal López concessionaire y rifan su suerte en el Cristobal López Casino.


Tengo un ritual, que en realidad es como una ironía. Cada vez que paso por lo que alguna vez fue Pirulín pirulero, esa tentadora juguetería de paredes azules que quedaba en la avenida San Martín, esa que despertaba los peores berrinches de pibe consentido, me hago la señal de la cruz y murmuro un “qué pecado”.
Lo que alguna vez fue Pirulín pirulero hoy es un local de una red de comercios de todo el país que vende electrodomésticos y otros juguetes caros (pero estos chiches son más suntuosos y preferentemente para adultos). La trágica melancolía no termina aquí: lo que alguna vez fue una cálida confitería, de aires urbanos, con nombre francés, hoy también es la locación de otra red nacional de venta de electrodomésticos, competidora de la que queda en lo que fue la inolvidable juguetería. Y por si fuera insuficiente, pasemos ahora a la farsa: uno de los edificios más antiguos de la centenaria ciudad, que dista frente al viejo Correo y Telégrafos, hoy es la sede de una cadena de comercios que vende (no podía ser de otra manera) electrodomésticos. Las marquesinas y luminarias comerciales tapan, como los adoquines la arena de playa, los ladrillos y el casco urbano e histórico de la ciudad.
Estamos en Comodoro Rivadavia, la simbólica ciudad petrolera, el centro inmobiliario más caro del país sólo superado por el barrio Puerto Madero en Buenos Aires; o la capital del crimen según un diario nacional, la urbe de los “petrolines”, según descubrieron algunos antropólogos, y el ejemplo del mal desarrollo para una socióloga. Pero aquí --maestro Gabo-- hay hojarasca de verdad, camuflada de otra cosa: ni gente, ni hojas, ni desechos; podredumbre de papeles con marcas de agua traslúcidos. Acá, casi todo tiene precio; o por lo menos así lo parece.
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Para la socióloga Maristella Svampa, Comodoro Rivadavia es el ejemplo del “mal desarrollo”[1], es decir de cómo el crecimiento económico puede terminar no sólo por ser contraproducente, sino desembocar en situaciones que van desde lo absurdo hasta la tragedia. Todos los índices de calidad de vida parecen darle la razón.
Para la investigadora, el tipo de sociedad extractiva genera una variante de “pueblo-campamento” que no es exclusiva de Comodoro Rivadavia pero que sí lleva aquí, en esta ciudad patagónica, todas sus características al extremo. El tipo de economía extractiva genera por un lado una sociedad fuertemente desigualitaria, con poblaciones que en un gran porcentaje eligen la ciudad como destino “provisorio”, “estacionario” y sobreviven en un contexto de “desarraigo”. La idea es juntarla rápido, fácil y marcharse; aunque ninguno de esos tres pasos –a priori simples-- son tan sencillos ni están al alcance de todos.
Esas características traen aparejadas otras aún más oscuras: es un caldo de cultivo para la prostitución, la trata de personas, la violencia; se suma, además, la morfología de una ciudad que creció espacialmente al punto que engulló viejos y aledaños campamentos petroleros: entonces no sólo se configura una sociedad desigual, con flagelos violentos sino que también convive con pasivos ambientales a la vuelta de la esquina. Le decía Gabo, acá la hojarasca es completa.
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Los medios de comunicación se hicieron especialistas en narrar –fríamente, sin literatura y sin mayor análisis pero a veces con una fuerte carga discriminatoria (y sobre todo su variante xenófoba)—los hechos policiales. En 2010 se cometieron 36 homicidios, y la media anual no pareció bajar desde ahí a menos de veintitanto: 26 en el 2011; 35 en el 2012; 26 en el 2013; y hasta abril del 2014 ya se habían contabilizado 10 asesinatos. Este registro de hechos luctuosos llevó al diario La Nación a cambiarle los pergaminos a la ciudad: de la pretensiosa capital del petróleo a la capital del crimen[2] (en una ciudad que sólo tiene 174 mil habitantes).
Se instalan cámaras de seguridad, se compran patrulleros, se suman efectivos policiales y se les paga mejor a los agentes; pero el resultado es el crimen. Dos terceras partes de esos crímenes se da entre personas que se conocen previamente; es decir: se “desconocen” al punto de matarse o se odian tan apasionadamente que pueden llegar a quitarse la vida. La política no lo resuelve y tampoco lo puede interpretar: después de todo Comodoro Rivadavia tiene un índice menor al 5 por ciento de desocupación, un gran porcentaje de la población goza de los salarios más altos del país; sin embargo la violencia no cesa. Explicaba un médico del servicio de Emergencias del Hospital Regional a este cronista: “Llegan dos o tres heridos por hora a la guardia. Algunos graves, con heridas de bala o cuchillo, y otros un poco más leves que no salen en las estadísticas”.
En suma, Comodoro Rivadavia triplica el promedio nacional de homicidios: 14 asesinatos anuales cada 100 mil habitantes (índice mundial de medición del crimen). La explicación tiene la figura de una fractura; pero la clase política vive dentro de ella entonces no puede distinguir ni sus márgenes, ni su ancho, ni su profundidad.
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Esa fractura no sólo es una brecha por el acceso a la riqueza, a la calidad de vida y a los servicios básicos; sino también al prestigio social, que en esta ciudad patagónica no tiene nada que ver con el salario, ni con el goce de los artificios electrónicos; pero sí, con la apariencia en los modos de consumo. Los antropólogos Alejandro Grimson y Brígida Baeza estudiaron el caso Comodoro y su conclusión es categórica: los trabajadores petroleros, quienes marcan el ritmo de la actividad económica de la ciudad, no gozan de prestigio social e incluso son discriminados; vulgarmente se los denomina “petrolines”[3].
“Los petroleros son objeto de cuestionamiento permanente, de burla acerca de su estilo de vida, de sus consumos, de su modo de hablar y su (in) cultura”, analizan en el trabajo científico los autores.
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Sin embargo, lo que estos antropólogos no destacan es que esta percepción de los trabajadores del crudo es bastante reciente; y tiene un trazo histórico a partir de las graduales privatizaciones de la actividad petrolera.  En sus primeros años, la ciudad era un mero puerto (por no decir mero muelle) para sacar la producción agrícola regional. Pero a falta de agua, se trajo una potente excavadora para escarbar hasta los manantiales subterráneos: algunos sospechan que el ingeniero de tamaña misión ya intuía que más que agua lo que había en las entrañas era oro negro, era crudo.
Tiempo después, ya con el petrolero y luego con la empresa estatal YPF, trabajador y vida eran una suerte de mancomunión indisoluble; pero que tras la fiebre del consumo quedó tapada, como los ladrillos por las marquesinas, hasta la poesía regional del Gato Ossés:
“Petrolero que va / trasnochando en el sur / hay dos cielos que andar: / uno negro – otro azul / petrolero que va / pozo a pozo el andar / mide tanque y jornal / el petróleo y el pan”, dice su canción.
Hoy solo se anda por lo negro: el crudo, el crimen y el mal desarrollo: porque amigo Gabo, no es sólo hojarasca lo que queda por aquí.





[1] Svampa, Maristella, “Comodoro Rivadavia, un modelo de maldesarrollo”, http://www.miningpress.com.ar/debate/253087/segun-anti-svampa-comodoro-es-modelo-del-maldesarrollo

[2]Carabajal, Gustavo, “Comodoro Rivadavia, la capital del crimen, La Nación, http://www.lanacion.com.ar/1501027-comodoro-rivadavia-capital-del-crimen

[3] “Estigma petrolero…”, Patagónico, http://www.elpatagonico.net/nota/182833/


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