lunes, 12 de enero de 2015

Comandante Tato, hasta la victoria siempre

Pocos sabían que el comandante más belicoso de la revolución de las tierras australes fue el hijo bastardo de una gata casquivana bien de la vida. Apenas nacido fue abandonado en una terraza al cobijo del impetuoso viento del Oeste, como única y última expresión de cariño de su madre, y fue adoptado por una familia patricia de la cual aprendió los rudimentos de la lectura, los vicios y las dudosas prácticas cristianas.
Su carácter belicoso e irreverente se desató temprano, cuando expulsó de su cuadra a un perro ladrador pero de pocas mordeduras. Las riñas callejeras forjaron su ímpetu y lo erigieron en un líder cierto, respetado, atinado y temerario. Iba madurando así sus atributos de comandancia.
En una batalla temprana la explosión de un obús le voló los testículos que irremediablemente terminó por ser peor para el enemigo: la cirugía incluyó la mutilación de su pene el cual remplazaron con un tubo urinario contra natura. Desde ese momento, el ya comandante Tato se dedicó por entero a la revolución socialista cultivando una vida sobria, austera, alejado de las gatas y vicios de su primera juventud.
Cercenada su vida amorosa, acentuó su personalidad beligerante y temeraria alcanzando grados de heroismo los cuales le valieron apodos como "El espartano", "Atila del Sur" y hasta "Tato, el imprudente".
Por proteger una patrulla propia que había sido emboscada en los montes del valle sarmientino recibió un disparo en el ojo derecho, el cual sin ningún tipo de sanación ni remedio por la precaria sanidad de una guerrilla revolucionaria distante, curó a fuerza de mantenerlo cerrado en una inacabable guiño a sus camaradas y enemigos. Aun tuerto, el comandante Tato no perdía el equilibrio entre los riscos y precipicios que sorteaba en cruentos enfrentamientos de guerra.
En una de las operaciones más intrépidas de los ejércitos populares del mundo, cuando arrebataron de un tren blindado tan custodiado como para rechazar tres veces el desembarco de Normandía, recibió un tiro en las costillas que no lo acercó más a la muerte de lo que ya la desafiaba jornada a jornada, y curó con una pasta de coirón y poa huecu que se untaba cada hora y media.
En otra encrucijada sobrevivió tres días escondido en un tanque de brea en medio de las filas enemigas cuando se infiltró para desbaratar una de las ofensivas del ejército conservador que según sus informantes de confianza pensaban someter los dos flancos vecinales de su zona de influencia.
Las acciones heroicas se extendieron durante los 16 años que duró su misteriosa revolución: por salvar a su inmediato subalterno, a quien apreciaba por ser tan distinto a él (un patricio de pura sangre, mujeriego, indisciplinado y vago) cobijó en su vejiga perdigones de escopeta los cuales una vez más pensaron que sería la causa de su muerte.
Internado en una tienda de campaña, resolvió darse él mismo el alta tras dos días de convalescencia para tratar de dar un golpe sorpresa sobre la cuenca del río Senguer en la que resultó un fracaso guerrillero tan sustancial que su ejército quedó reducido a menos de la mitad.
Ya de viejo, y cuando su ejército retrocedía y se recostaba en los barrios céntricos de una ciudad que se había acostumbrado a convivir con la guerra, impartía órdenes sin lógica ni estrategia, y hasta sus coroneles sospechaban que así jugaba un partido mental en el que prefería entender la psicología humana más que la fortuna de una revolución fuera de su tiempo.
El verano anterior a la capitulación que firmaron sus traidores coroneles, un envenenamiento lo dejó otra vez cara a cara con la muerte a quien virló a partir de una dieta asquerosa que le generaba vómitos tan terribles que nadie se podía acercar a cinco metros de su figura.
En la última batalla, en la que juró batirse hasta la muerte, logró vencer al gato amarillo, un alter ego de otra ideología a quien ajustició en medio de una pelea cuerpo a cuerpo. Aunque sus pares cansados de la guerra y necesitados de sus mujeres y fantasías de hombres comunes lo abandonaron a su suerte, el comandante Tato murió empuñando su arma pero a causa de la vejez. En sus 108 años de edad, el comandante Tato llegó a gozar de ocho vidas gatunas, vivió los cambios de época como el derrumbe de las Torres Gemelas de las cuales nunca nadie supo qué pensaba, vivió tres elecciones generales en las cuales analizaba cómo resultaban según su circunstancia revolucionaria y guerrillera; y por fin, envejecio melancólico tras la perdida de algunos de los líderes anti sistema que más lo estimaban y ayudaban.
Cerró su único ojo sano sin emitir una última voluntad, rememorando tal vez la única felicidad a la que dedicó su longeva vida: cuando su abuela abría una lata de atún que para él era como una fiesta.
Comandante Tato, ¡hasta la victoria siempre! 

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